Si a las películas se les puede adjudicar un género, el femenino es el que prima en Pensé que iba a haber fiesta. En un alarde de estupidez personal, se me pasó por la cabeza pensar que esta película se aproxima más a lo que debería ser un anuncio de compresas que cualquiera de los que abundan por temporadas en la televisión. No es un insulto, es una realidad que se pierde entre pomposas simulaciones de felicidad que camuflan la verdadera debilidad personal.
Porque Victoria Galardi se mueve como pez en el agua en esa piscina a la que lanza a sus protagonistas, dotando de pasaje de una vida al relato para serenarlo como unos días que transcurren y que afectan en su justa medida. Así conocemos a Ana, esa actriz española que aprovechando una pequeña escapada de su gran amiga Lu cuidará la casa de esta última durante unos días justo antes del comiendo de un nuevo año. Sin mayores pretensiones nos muestran a Lucía como una mujer de ideas claras y con mucha fuerza y a Ana con ganas de perderse unos días, disfrutar de una soledad buscada y merecida, como un premio a la compañía perfecta, una misma. Ambas charlan antes de su separación, del día a día, de posibles planes futuros, de cómo afrontar la fiesta (esa que no lo es tanto) que anticipa el año próximo.
No es banalidad la que llena sus bocas de palabras, es complicidad tras una larga historia juntas que no necesitamos conocer para comprender sus actos. Todo avanza con facilidad, dejando tranquila a la menuda Ana con sus pensamientos, hasta que llega el elemento inesperado (no por ser anunciada resulta menos sorprendente), la visita del ex-marido de Lu, que llega para recoger a la hija de ambos. Es un encuentro momentáneo tras años sin verse, unas pocas palabras cruzan, pero ambos se atontan en absortas miradas al recordarse mutuamente. La soledad no da lugar al aburrimiento, al forzar un nuevo acercamiento entre ambos, ya sin niña, sin ex-mujer y sin reproches, sólo un hola y un adiós que les aproxima en exceso, tanto como para cumplir lo que Ana entiende como un engaño hacia su preciada amiga.
Es aquí cuando arranca la vulnerabilidad, las lágrimas y los remordimientos, cuando se forma una nueva mujer que siente que su pasión oculta es culpa y no disfrute, aunque como algo prohibido es más atractiva que cualquier lealtad. Sin dramas se acentúa la desubicación que siente la protagonista ante las deudas hacia su amiga Lu, quien, en pleno desconocimiento, intenta seguir como si tal cosa.
Es una película de formas femeninas porque ellos son meras anécdotas que vienen y van, que actúan sobre ellas como profundas llagas más en su mente que en sus cuerpos, los que inocentemente pasan, se muestran y desaparecen, una bucólica y desdibujada imagen de lo que ocurre en sus vidas. Luego son ellas quienes forman la historia, entre ellas, a través de ellos, sin complejas disertaciones, en un reducido espacio tan luminoso que arroja toda la naturalidad al exterior y permite que Elena Anaya y Valeria Bertuccelli sean expertas en terreno desconocido… o demasiado transitado, poco importa, pero lucen con la misma fuerza que las mañanas navideñas en tierras Argentinas. Un pulso entre dos personalidades contrarias que comparten algo sin saber si delimitar propiedades.
Luego llega la fiesta, trasnochada e inoportuna, una atragantada nochevieja entre extraños que comparten copas y verduras bien presentadas, que da pie a un más que acertado título, porque, como una confusión, todos esperábamos una fiesta feliz y disfrutada, pero parecer y ser, no siempre debe ir en una misma dirección. Por contenida, fresca y tremendamente actoral, como un suspiro pasa la película y consigue despertar dudas sobre la transformación de amistades que parecen imposibles de quebrar, un nuevo día, con más sol que el anterior, que todo puede cambiar por casualidad.