Reseñar una película como El árbol de los sueños desde una perspectiva occidental es sin duda una tarea quimérica e imposible. Y es que esta maravillosa obra del cine georgiano es fundamentalmente una película de eminente carácter local, por lo que parte de las epopeyas y conversaciones experimentadas por los protagonistas a lo largo del trayecto que dibuja el film seguramente resultarán chocantes para aquellos espectadores (como es mi caso) que no estén muy familiarizados con la cultura de los antiguos países socialistas.
Uno de los factores que profundizan el carácter nacionalista georgiano del film es el hecho de estar basado en una serie de historias escritas por el gran novelista de aquel país Georgi Leonidze, quien basándose en una serie de relatos que cruzaban extraños personajes así como una serie de peripecias acontecidas en un bucólico y pequeño pueblo ubicado en las montañas de Georgia a principios del siglo XX, construyó un cuento plagado de una atmósfera hermanada con el realismo mágico en el cual se retrataba el ambiente y las viejas costumbres existentes en los pequeños pueblos de la Georgia rural y profunda.
¿Es este carácter regionalista un obstáculo que puede impedir gozar de la película? Absolutamente, no. Porque el film que allá por mediados de los años setenta dirigiera con mano maestra Tengiz Abuladze (fantástico director que también me cautivó con una película pequeñita de atmósfera neorrealista extrema titulada El burro de Magdana) emana un espíritu conmovedor repleto de un humor refrescante así como de un costumbrismo arcaico que a ojos de un cinéfilo del siglo XXI infunde un poder de seducción inapelable. Para que se hagan una idea, al finalizar el visionado de esta magna obra de arte del cine soviético la primera película que me vino a la cabeza fue la española El bosque animado, sin duda una de las mejores obras del cine español de los ochenta igualmente poseedora de un marcado carácter local y que a su vez estaba inspirada en el extraordinario relato de Wesceslao Fernández Florez del cual brotaban al mismo tiempo un naturalismo sugestivo conjuntamente con una serie de historias muy humanas que plasmaban la forma de ser y la sustancia de la que estaban hechos los habitantes de los pequeños pueblos gallegos de principios del siglo pasado.
Como en la magnética obra dirigida por José Luis Cuerda, El árbol de los sueños es especialmente un fresco humano y ambiental que recrea el singular hábitat que conforman una serie de estrafalarios personajes condenados a vivir y entenderse en el reducido espacio que conforma los márgenes de un pequeño pueblecito serrano en los años previos al estallido de la Revolución de Octubre. No tiene sentido describir de forma pormenorizada los sucesos narrados por Abuladze a lo largo del metraje, ya que como ya había dejado entrever por mis palabras, la película adolece de un argumento lineal al que agarrarse, sino todo lo contrario, ya que la cinta se cocina primordialmente a base de una sucesión de pequeñas y sencillas historias aparentemente inconexas entre sí que terminan tejiendo un mural colorista y demográfico de primer orden en el que lo que se percibe a través de los sentidos es más importante de lo que se ve e intuye de forma explícita. Claramente El árbol de los sueños es una de las grandes obras maestras del cine poético y sensitivo, es decir, aquel que entra por la vista, el gusto más sensible y a través de los sonidos emanados del bosque que sirve de escenario de la tragedia.
Sin duda la mejor opción a la hora de enfrentarse y disfrutar al cien por cien de la cinta es acercarse a ella desde el más rotundo desconocimiento argumental. Sólo así sus penetrantes efectos cautivadores y su absorbente cosmos rural se apoderarán de la aquiescencia del aficionado al cine. Ese es parte del encanto de El árbol de los sueños, su carácter de cine escondido en la más oscura y profunda cueva del cine olvidado. Como pequeñas pinceladas informativas acerca de la sinopsis del film resalto que el espectador que inicie el visionado hallará una obra compleja, plagada de personajes entrañables, como un viejo noble que al que todos los habitantes acuden a solicitar sus sabios consejos, locos de remate que ansían la llegada del progreso para exterminar su vacía vida rural, sacerdotes ortodoxos lascivos de codicia y faltos de fe, traviesos niños que no dudan en lanzar piedras y agraviar a una vieja bruja narradora de historias increíbles acontecidas en un pasado en la que su belleza no era un recuerdo pretérito y fundamentalmente la historia que vertebra todas ellas que es la de la joven Marita, una hermosa adolescente de belleza emparentada con la de la Virgen María (simbólica es su llegada a casa de su abuela en burro atravesando los nubosos campos georgianos) que se enamorará de un joven pastor llamado Gedya, siendo éste un amor imposible impedido por los pactos y obligaciones ancestrales. El impedimento del amor verdadero, acarreará una supuesta muerte y un posterior casamiento de conveniencia de Marita con un joven al que no ama (estampado este suceso en una maravillosa secuencia de una boda tradicional georgiana de un realismo fascinador).
Con todo, el amor no correspondido explotará en una estremecedora secuencia final en la que Marita padecerá en sus carnes los primitivos y violentos ritos colmados de supersticiones de los machistas y hasta esta escena simpáticos y despistados lugareños que moran los verdes campos rociados de rojas amapolas. Sin desvelar más aspectos de la trama, esta breve exposición de la misma explica someramente el carácter alegre y a la vez trágico de la fábula. Realmente impresionante es la galería de personajes secundarios que adornan los pequeños romances que edifican el argumento. Encontraremos niños desamparados y traviesos, lugareños vestidos con los ropajes regionales (hombres con el típico sombrero y bigote georgiano así como mujeres ataviadas del tradicional pañuelo que cubre y adorna su pelo que sonríen eternamente a la dureza que domina sus vidas), animales de tiro que más que aperos de labranza forman parte de la familia rural de Georgia y por último parajes de un verde y rojo sugerente hasta decir basta.
La cinta hace gala de una fotografía espectacular muy del estilo de las cintas más radicales de Sergei Parajanov (estoy pensando en El color de la granada) o también del de una película emblemática del cine bucólico y tradicional soviético como es Los gitanos se van al cielo. Y es que apenas encontraremos en el film escenas filmadas en interiores, siendo los paisajes montañosos, las verdes praderas que rodean al pueblo adornadas con retorcidos y solitarios árboles o los cristalinos arroyos en los que juegan y se lavan los pies las bellezas que escapan de la opresión pueblerina el horizonte que hace las veces de escenario teatral del film. Ya que además de un poema hecho imágenes, El árbol de los sueños es básicamente un cuadro soviético en movimiento que deleitará a todo aquel que se deje hechizar por la potente pócima artística elaborada por el gran Tengiz Abuladze.
Todo modo de amor al cine.
La reseña bárbara! Pero queda la pregunta ¿Dónde lo veré? Hombre por favor! No me dejes asi! Deja las coordinadas del sitio (paleontológico) donde encontraremos esa peli… (y todas esas otras que citaste que nunca las vi) saludos de lejisimo!
Gracias!