Edward Burns pegó un fuerte puñetazo en el cine indie norteamericano cuando en 1995 estrenaba su ópera prima, Los Hermanos McMullen. El joven realizador consiguió convencer a la mega estrella Robert Redford de la valía de su película, quien la seleccionó para su festival de Sundance, logrando de hecho el Gran Premio del Jurado del certamen. Esta fue la mejor carta de presentación de una película modesta, dirigida, escrita, producida e interpretaba por el propio Burns, rodada con escasísimos medios y tirando de amigos para formar uno de esos repartos corales eje de sus narraciones. La película se protegía en la comedia ligera abordando el drama y las relaciones en los núcleos de la familia y la amistad, algo que a la postre sería una de las principales características del cine del cineasta. Posteriormente llegarían Ella Es Única (quizá su film con mayor espaldarazo comercial debido a la presencia de sus actrices emergentes de aquel año 1996 como Cameron Diaz o Jennifer Aniston) con un tono cómico algo menos atractivo o No Mires Atrás, apuesta por el drama intimista rodado en la periferia de Nueva Jersey que sería uno de sus films más injustamente olvidados ya que probablemente nos encontremos, para el que esto escribe, con la obra más adulta y conseguida del autor. A partir de aquí el modesto respaldo de crítica y público que tenía el Edward Burns director (su rostro empezaría a aparecer en importantes películas “mainstream” emprendiendo una carrera paralela como intérprete para otros cineastas) iría siendo cada vez más débil, aunque el director neoyorquino con ascendencia irlandesa ofreciese productos tan estimables como Las Aceras de Nueva York (su toqueteo con el falso documental dejando en evidencia unas influencias del cine de Woody Allen latentes en sus anteriores obras) o Miércoles de Ceniza, otra de sus apuestas por el drama donde mejor imprimió su preocupación por el daño ocasionado en un núcleo familiar.
Su última película hasta la fecha, The Fitzgerald Family Christmas es totalmente idónea para conocer mejor las características autorales de Edward Burns, ya que en ella se aglutinan prácticamente todas las constantes que de una u otra manera se han ido dando en toda su filmografía. De hecho, Burns añade un tono nostálgico contando en ella con un grupo de actores que en su mayoría ya han trabajado con él, cuya estrecha relación de equipo parece sobrepasar la pantalla. Con el telón de fondo de la festividad de la Navidad, época que una estereotipada y en algunas ocasiones hipócrita sociedad utiliza como habitual plato de cultivo para las uniones y regresiones afectivas, Burns nos muestra a los Fitzgerald, una numerosa familia rota, con importantes escisiones que un matrimonio fracturado pareció formar años atrás. El objetivo de algunos de los numerosos hijos de la familia (entre los que destaca el personaje interpretado por el propio Burns quien como es habitual se guarda para sí uno de los personajes principales) es evitar que la madre pase la víspera de Navidad en soledad, intentando que cada uno de los hermanos haga un esfuerzo y se consiga esa unidad familiar anhelada. El problema es que el padre de familia, aquel que años atrás pareció renegar de cada uno de ellos, está gravemente enfermo motivo que no será suficiente para que la madre le acepte en la reunión familiar.
Burns apoya la película en aquello que parece obsesionarle como director: las relaciones personales. En este caso vuelve a centrarse en la familia, un eje afectivo roto que aunque parezca no tener solución servirá la base para que los personajes deje a un lado su presente (cada uno de los hermanos tiene ya una vida resuelta alejada del núcleo familiar) para volver atrás y recuperar esos lazos de unión dañados. Esta premisa, con leves variaciones en la forma pero no en el fondo, no deja de ser el principal motor que ha hecho funcionar la filmografía del director. Envoltorio en el que se escuda su identidad autoral, y que en esta ocasión se muestra con la habitual sencilla puesta en escena pero dentro de un grado de madurez admirable pero también inesperado, ya que su capacidad como autor parecía haberse estancado en anteriores películas. Como es habitual en su obra, la cámara toma posición de manera testimonial en el planteamiento de las escenas: el plano está cuidado pero sin grandes virtuosismos (aunque en anteriores obras Burns ofrezca secuencias planteadas de manera muy hábil), haciendo que la importancia recaiga sobre unos personajes que construyen la narración a base de diálogo. Todo de manera sutil, sin ninguna otra pretensión que la de ofrecer un cercano retrato de las relaciones, del afecto y el resentimiento, del cariño y de la aversión. Podemos decir que Burns se esfuerza en conseguir el aspecto realista de estos extremos tan solo en algunos momentos del metraje, con un puñado de escenas que salen más favorecidas que otras quizá algo más forzadas y fáciles.
Otros dos aspectos importantes del director no podían faltar en el relato de The Fitzgerald Family Christmas: la clase obrera, el escalafón social presente en todo film del autor aquí vuelve a ser mostrado como escenario, algo que viene tremendamente relacionado con el clima urbano que rodea a los personajes: Nueva York, su arquitectura y su faceta cosmopolita siempre está presente en su cine. Lejos queda ya su trilogía de Long Island (formada por sus ya citadas tres primeras películas) y aquí nos sitúa en plena barriada de Queens. Aunque esta película se centra mucho más en espacios cerrados (salones, habitaciones… y las ya habituales cervecerías de corte irlandés que tanto gustan a Burns) lejos de esa ambientación callejera tan propia del director, que explotó en Las Aceras de Nueva York y que aquí se contrae en mostrar, quizá por el empeño de realizar un trabajo de corte mucho más intimista.
La película es honesta con sus intenciones y por eso no engaña, aunque algunos de sus fallos la alejen de una culminación digna de mención. Una historia que se antoja crepuscular pero con una melancolía poco profundizada, hacen que un cuento coral como este se quede cojo en algunos de sus discursos. Su tono cercano la convierte en un film muy agradable de ver, que afortunadamente no cae en la gratuidad de la acaramelada fecha en la que se ambiente pero que deja el regusto de una historia tratada anteriormente con unas formas más acertadas en otras manos mucho mejor dotadas para este tipo de dramas.