Calificar a Lars Von Trier como uno de los «enfants terribles» de la cinematografía actual pudiera parecer disparatado, en especial cuando el cineasta ya ha ostentado ese título a lo largo de su cinematografía en no pocas ocasiones, y porque la madurez de la misma bien podría eximirle de un calificativo que parece acuñado o dirigido a realizadores que, dentro del panorama, lo renuevan en cierto modo. O dicho de otro modo, destinado a esas nuevas caras que otorgan miradas distintas. Pero hablar de una mirada única, especialmente si nos enfrentamos a la filmografía de Von Trier, se antoja una contradicción dado que el danés ha demostrado una evolución tanto formal como discursiva dejando propuestas que bien se podrían situar en distintos extremos de una línea, aunque el cine del autor de Anticristo siempre haya estado rodeado por un cierto halo de polémica o confrontación entre espectadores.
Teniendo como referencia esa ya mencionada Anticristo y su más reciente Melancolía, ambas parte de la llamada Trilogía de la depresión culminada con esta Nymphomaniac, más de uno podría pensar que, aun estando un tema tan espinoso por delante, la siempre inconformista visión del cineasta no alcanzaría las cotas de pesimismo mostradas en sus anteriores trabajos o, mejor dicho, que no las rebasaría. Craso error.
Dividida en episodios, y poniendo su prisma tras la vida de una ninfomaniaca que caerá en el regazo de Seligman tras ser encontrada por este en un rellano, Von Trier nos cuenta sus experiencias en (por ahora) cinco episodios que continúan recogiendo las obsesiones e inquietudes de un director que ha sabido renovar con creces su carrera cuando parecía empezar a mostrar ciertas muestras de agotamiento (a juzgar, por ejemplo, en vista de su inacabada trilogía entorno a los Estados Unidos —sí, es muy de trilogías este hombre—) y realizar una exposición en la que el formato no limita las virtudes del conjunto.
Coños y moscas. Pesca y sexo. Nexo indivisible que traza una parábola entorno a la propia naturaleza del ser humano, o de sus emociones. Los primeros pasos que siguen a Joe no pueden definir mejor una esencia que persigue al personaje incluso cuando este se expone a jugueteos en los que queda representada la propa visión autodestructiva de la protagonista (y, como no, del danés). Pero ante ella no se encuentra (otro) personaje masculino dispuesto a complacerla, pues Seligman lo atribuye a su idiosincrasia, y es ahí donde la extraña metáfora parece cobrar mayor fuerza: en el “juego”de Joe no existe maldad ni bondad, únicamente persiste el instinto.
Un movimiento asentado en una concepción única: la no existencia del amor y la creación de un círculo entorno a esa creencia. La ruptura de esa “sociedad” da paso a un nuevo e importante vínculo: un tenedor de postre y la feminidad. A partir de ahí, Joe asienta una conexión que en realidad no es tal; es, simplemente, una válvula de escape a lo que creía engañoso, ficticio. La apreciación, en definitiva, de una serie de circunstancias que amplían la empatía e ideario de una muchacha que, cerca de una figura masculina que no fuera su padre, era un témpano. Y, a posteriori, el desengaño.
H. Dos amantes, una mujer, tres niños y, en el epicentro de la acción, Joe. Uno de los acontecimientos que apuntalan esa ennegrecida visión de Joe para consigo misma. Pero en el fondo una muestra más de lo que ella realmente es: un impulso. La intención de poner contra las cuerdas a Joe, de inclinar su camino hacía la culpa, obtiene la misma respuesta que obtienen todos los amantes de la chica: frialdad, con un guiño de autoconciencia para la ocasión, para revelar una humanidad que no empieza donde terminan sus relaciones, pero con la que se muestra consecuente.
El fin (de una vida, de una —imprescindible término— persona, pero, ante todo, de una visión). Donde antes el refugio resultaba un cuaderno que constituía, principalmente, esa visión, ahora lo termina siendo un instinto que se muestra nulo, que no coarta ni por un momento los sentimientos de la protagonista. El sentimiento (esta vez sí) comunica directamente con la situación límite y la respuesta es, finalmente, la vaciedad. Ya no hablan las facciones o gestos, sino el subconsciente: la parte reflexiva del ser.
La búsqueda de un equilibrio emocional ante la contrastada soledad, y la búsqueda de un ingrediente secreto (en esa extraña descripción realizada por su amiga B) que en el caso de Joe encuentra una escisión en tres: Satisfacción, dominancia y amor. Pero tras ello, el vacío.
Como Anticristo, Nymphomaniac propone, de nuevo, la búsqueda y reflejo de un estado emocional. La sensación tras los títulos de crédito es de desazón, de pesimismo, todo ello condensado en una primera parte que no se ve coartada por la continuidad de una segunda: en ella hay ideas y uniformidad como para no necesitar completar los 124 minutos restantes para extraer conclusiones y, en especial, verse emocionalmente implicado en Nymphomaniac. O, mejor dicho, emocionalmente herido, descompuesto. Porque Von Trier ha logrado de nuevo que en pantalla fluyan sensaciones muy poderosas que se encontraban ya en el film protagonizado por Gainsbourg y Dafoe, pero encontrando en esta ocasión una marcada cohesión y, ante todo, una intencionalidad. Nymphomaniac no es gratuita, ni es una oda al sexo banal, recurre a emociones más o menos primarias para sumergir al espectador en uno de esos títulos que le desmoronan. Uno de esos títulos que no requieren, como otros, un segundo visionado para tras la reflexión hallar nuevos aspectos que le lleven a uno al hundimiento. Uno de esos títulos en los que la reflexión precede a un auténtico mazazo en forma de grito agónico y desesperado ante algo que no admite paliativo alguno: la soledad.
Larga vida a la nueva carne.