Gracias al reciente estreno en cines de la película 12 años de esclavitud parece haber brotado un creciente interés acerca de una de las etapas más oscuras de la historia de la humanidad, es decir, la esclavitud americana llevada a cabo por los grandes latifundistas aristocráticos europeos que desembarcaron en el Nuevo Mundo para explotar los grandes territorios agrícolas y ganaderos aún vírgenes del canibalismo capitalista que habían dejado yermas las tierras europeas, empleando para maximizar beneficios el trabajo esclavo nulo de todo privilegio y humanidad de los vigorosos y fuertes negros africanos que fueron vendidos como simples mercancías carentes de alma por despiadados negreros. Sin duda una de las mayores vergüenzas del incipiente capitalismo del siglo XVII para el cual la vida humana se reducía a la lógica de la maximización de beneficios y reducción de costes de producción a cualquier precio.
Existen muchas películas que reflejan esta época desde diversas miradas: desde el buenismo de La cabaña del tío Tom, pasando por el melodrama nada crítico de Lo que el viento se llevó, la setentera Mandingo o la más reciente y bienintencionada Amistad de Steven Spielberg. Todas ellas centran su atención en la esclavitud anglosajona, sin embargo existen pocas muestras, en el cine y en la cultura en general, de la otra esclavitud americana, esta es, la desempeñada por los españoles y portugueses. Sobre ella existe cierta mitología acerca de su carácter más benévolo y piadoso con respecto a la establecida por los británicos y centroeuropeos debido al hecho de una mayor asunción del mestizaje y la mezcla de razas y cultura (quizás el germen del hoy deformado concepto de multi-culturalismo) como forma de relación entre amo y esclavo, si bien ello no es óbice para olvidar que el trabajo en las plantaciones españolas fue tan salvaje y cruel como el desarrollado, por poner un ejemplo, en las estadounidenses.
Es por ello que La última cena es una obra de imprescindible visionado para toda persona interesada en vislumbrar un film que fije su atención en la esclavitud española. Porque la cinta del maestro Tomás Gutiérrez Alea no solo es una de las más grandes películas de la historia del cine cubano (quizás la mejor), sino que igualmente retrata con un clarividente estilo metafórico, el hábitat existente en las explotaciones azucareras cubanas moradas por vividores y vagos nobles españoles carentes de responsabilidad ética y política, curas que trataban de convertir a la religión católica a los animistas negros africanos, mulatos que ejercían el poder del látigo como impíos capataces para servir a su amo (otra forma de esclavitud pagada con la gracia de poder maltratar a sus semejantes) y las cuadrillas de negros, fragmentadas en pequeños equipos laborales en función del tipo de trabajo asignado a los esclavos no asalariados, las cuales estaban constituidas por antiguos Reyes en sus países de origen cuya hidalguía había quedado demolida al simple obedecimiento de normas despiadadas que sangraban su piel y dignidad.
No descubro nada si afirmo que Tomás Gutiérrez Alea es el más grande autor del cine cubano con cintas tan emblemáticas como Las doce sillas, La muerte de un burócrata o Memorias del subdesarrollo. Si bien en sus primeras películas, como las que acabamos de mencionar, su cine parecía ser un calco del cuajado por los nuevos directores europeos de los sesenta, especialmente Michelangelo Antonioni, Federico Fellini y Jean Luc Godard, con La última cena el director cubano dio un paso al frente como autor total, desprendiéndose de los tics muy europeos de su cine para filmar una obra incomparable puramente cubana en la que el dominio teatral que poseía Alea se manifiesta en todo su esplendor a través de la maravillosa secuencia que reviste el tramo del film en el que se narran los acontecimientos acaecidos en el Jueves Santo, la cual otorga un halo extraño e hipnótico al film al narrar en una sola secuencia de casi una hora de duración únicamente impostada con minúsculos cortes de montaje casi imperceptibles, una especie de representación de la Última Cena disfrutada en tan señalado día por el amo de la plantación y doce de sus esclavos elegidos al azar, fotografiada como si del cuadro de Leonardo Da Vinci se tratara en tonos barrocos y ocres que igualmente recuerdan a las pinturas de arte sacro de Zurbarán.
La cinta narra un hecho real ocurrido en la Semana Santa cubana en pleno siglo XVIII. Así se nos presenta a un amanerado aristócrata español, que retorna a su explotación de azúcar el Miércoles Santo para celebrar la Semana Santa tras haberse recuperado de un pequeño problema de salud que le ha mantenido alejado de su negocio azucarero. La plantación es dirigida con mano de hierro por el capataz Manuel, un bruto empleado que emplea el látigo salvajemente para adiestrar a los esclavos negros al que acompaña un ingeniero mulato establecido en Cuba después de haber tenido que huir de Santo Domingo de una reciente revuelta de esclavos negros que masacró a los amos blancos y el cual tras haber vivido estos acontecimientos se muestra preocupado por la posibilidad de que este hecho se repita en Cuba y el cura de la explotación que trata en vano de guiar hacia los designios de la religión católica a los esclavos.
El amo es un convencido católico, a pesar de no seguir las reglas del catecismo al pie de la letra, por lo que convencido de la grandeza del catolicismo decidirá expiar sus pecados ofreciendo una gran cena a doce de sus esclavos para celebrar el Jueves Santo, para de este modo efectuar una especie de representación de la Última Cena del Señor. Así el amo (clara representación de Jesucristo) y sus doce esclavos (alegoría de los apóstoles encargados de seguir sus dictados) compartirán mesa y mantel en una noche en la que las cadenas y el látigo no están admitidos. Si bien en un principio queda clara la sumisión de los esclavos hacia su dueño, conforme las parábolas religiosas narradas por el amo, el vino y los placeres de la carne asada empiezan a igualar la condición de amo y esclavo, la opresión empezará a aflojarse para desencadenar y hacer brotar los deseos, inquietudes y ambiciones de los negros. Por tanto una vez acabado el convite y ante la promesa del señor de que el Viernes Santo será un día de descanso laboral, los esclavos no obedecerán las órdenes del capataz al día siguiente, por lo que se rebelarán matándole y prendiendo fuego a los cañaverales de azúcar. La piedad interesada mostrada por el amo en la noche anterior se convertirá en odio y venganza tras enterarse de la sublevación de sus sumisos esclavos por lo que organizará una partida para terminar violentamente con la rebelión, desencadenándose de este modo una cruenta caza al hombre.
La película está repleta de simbología siendo un rico fresco de denuncia contra el capitalismo y las relaciones amo/esclavo que este sistema necesita para mantener su status quo. Así parte de las representaciones que plagan la cinta son perfectamente trasladables a la actualidad. El dueño de la plantación adoptaría la figura del empresario capitalista que utiliza la impostada, ambiciosa e interesada compasión hacia sus trabajadores a través de puntuales premios y agasajos (pagas extraordinarias, palmadas en la espalda, comilonas) para conseguir la sumisión exenta de crítica de sus esclavos (los asalariados de hoy en día) los cuales son guiados por otros esclavos (los mandos intermedios) que a diferencia de los “curritos” gozan de ciertos privilegios si bien son igualmente marionetas manejadas por las órdenes del ente supremo. Gracias a esta sumisión devoradora de la libertad individual de los ciudadanos, el amo logrará enriquecerse a costa del sudor y esfuerzo de los demás. Si en la película el arma empleada por el amo es la Religión y las funestas consecuencias que la no obediencia a Dios puede acarrear a los más beligerantes, en la actualidad podríamos asimilar este concepto al miedo a perder el trabajo y por tanto no poder contar con la renta disponible necesaria para disfrutar de esas pequeñas cosas que nos ayudan a desconectar del opresor día a día.
Igualmente la cinta presenta un discurso contrario a la Religión, la cual es descrita como un designio que coarta la libertad del individuo al ser empleada por los gobernantes y poderosos como medio para imprimir miedo a los esclavos por medio de la figura representativa del castigo divino que caerá sobre los hombros de aquellos que se nieguen a trabajar conforme a las órdenes establecidas por los amos, prometiendo un paraíso celestial no disponible en la realista vida en la tierra a aquellos que hayan sido obedientes y sumisos. Maravillosa es la metáfora insertada en la escena de la Última Cena en la que el amo concederá la libertad a un esclavo ya viejo e inservible para el duro trabajo en las plantaciones, es decir, que el esclavo logrará la libertad justo en el momento en el que cansado y sin ganas ni quiera de vivir ya no la necesita (¿sería esto trasladable a los aumentos en la edad de jubilación llevados a cabo por la legislación laboral europea en los últimos años?)
Alea divide el film en cinco bloques de clara reminiscencia religiosa: Miércoles Santo (llegada del amo a la plantación), Jueves Santo (celebración de la Última Cena), Viernes Santo (explosión de violencia y rebelión de los esclavos), Sábado Santo (represión de la sublevación) y Domingo de Resurrección (aplastamiento del motín libertario que, sin embargo, no será total, ya que el esclavo más contestatario llamado Sebastián, quien había sufrido el desorejamiento el Miércoles Santo por parte del capataz como castigo a un intento de fuga, logrará esquivar el control del amo y escapará hacia la libertad, siendo por tanto el Domingo de Resurrección el comienzo de un viaje esperanzador hacia la libertad).
El maestro Alea emplea un lenguaje rico en el que mezcla con desparpajo y ciertas dosis de buen humor la retórica católica con la comunista logrando guisar un plato cautivador y fascinante en el que apuesta por un ejercicio de estilo nunca antes visto en el cine de autor. Las charlas mantenidas entre el Conde y los esclavos durante el disfrute de la cena no tienen desperdicio ya que con un tono cotidiano y campechano desprenden parte de las inmoralidades que aún están presentes en la sociedad en cuanto a las relaciones de sumisión que por necesidad del sistema estamos obligados a aceptar. Es por ello que La última cena es un film que se mantiene fresco y de rabiosa actualidad a pesar de los cuarenta años que han pasado desde su producción. Altamente recomendable e interesante trabajo, más allá de los prejuicios que pueda despertar su ideología.
Todo modo de amor al cine.