Juan Cavestany, ya definitivamente convertido en uno de los francotiradores más temerarios e insobornables de nuestro cine, ha vuelto a dejar caer otro objeto extraño en un rincón marginal de nuestra cinematografía (usualmente reacia a la innovación). Pero, esta vez, la onda que su impacto ha generado en las tranquilas aguas del cine español se ha hecho notar más de lo habitual, en parte por el precedente de los títulos previos de su director, cuya carga revulsiva no pasó inadvertida en esos círculos minoritarios en los que suele brotar este tipo de cine independiente y libertario; en parte, también, porque la corriente del post-humor –de la que Juan Cavestany fue uno de sus primeros valedores cinematográficos– ha ganado un peso considerable en los medios en los últimos años.
Gente en sitios es, en esencia, Gente de mala calidad llevada a los extremos del absurdo, siguiendo la senda narrativa y estilística de esa gran obra de ruptura que fue Dispongo de barcos. Como en aquella, la realidad que captura la cámara de Cavestany se vicia, se quiebra, se distorsiona o se escurre por ese sumidero que no conduce a ninguna parte más que al más puro y ruidoso desconcierto, que es, aparte de la base del citado post-humor, el sentimiento natural que subyace en esta sociedad nuestra abocada a su misma terminación o, en el mejor de los casos, a su transformación, sin querer otorgar un sentido positivo o negativo a tal transformación (entre otras cosas, porque aún no tengo claro si nos encontramos ante una película optimista o pesimista).
La España que muestra Gente en sitios es, por decirlo de otra manera, una España agónica y carcomida por la crisis (crisis que parte de lo económico para ramificarse luego en otras direcciones: crisis afectiva, crisis de valores, crisis espiritual…), en la que, obviamente, se manifiestan también signos de apatía, de ansiedad, de miedo, de vergüenza…, pero todos ellos parecen gravitar en torno a ese desconcierto omnipresente que hemos mencionado antes y que es, en cierto modo, el elemento unificador de la cinta, la clave que hermana a ese conglomerado de seres humanos a la deriva que la protagonizan. Y su autor refleja esto de una forma tensa y magnética, haciéndonos comprender la confusión de esta gente (sosias de todos nosotros) ante el peso cada vez más insostenible de una realidad progresivamente desdibujada, irreconocible, ya prácticamente desconocida.
Uno de los gags más definitivos de la película se refiere a personas que han desaprendido a hacer lo más básico (caminar, beber, dormir). Así de perdidos estamos, tal es la dimensión de nuestra derrota según la feroz metáfora de Cavestany (que no deja de tener algo de broma cruel). La cinta nos explica a nosotros mismos en medio de esta parálisis traumática en la que parecemos vivir, anestesiados por una forma de vida deteriorada, fea, sin sentido, en la que la gente se aísla o es aislada, o se aferra a una inercia vacía o a actos comunicativos (la conversación de las mujeres sobre el restaurante mejicano) sólo para perderse en ellos, enredada en un diálogo sin rumbo que acaba en humillación, incomprensión, nuevamente soledad. La sociedad que contempla Cavestany es a menudo ininteligible, y la gente que la conforma se diría herida, asfixiada por la monotonía. Puede que sea, junto con Las horas del día, la película que mejor exprese el poder alienante de la normalidad, la forma en que la rutina doblega nuestro espíritu y nos empobrece.
Al igual que hacía en Dispongo de barcos, la narrativa poliédrica y críptica de Cavestany se revela enormemente eficaz a la hora de plasmar el malestar vital de nuestro presente, ya sea tirando de causticidad y (negro) humor castizo, ya sea hablándonos en el lenguaje más universal (pero esquivo y difícil de recrear en pantalla) de las pesadillas y el absurdo, o bien fusionando ambos registros, como sucede a menudo en la película. Cavestany entrega, así, un retrato perturbador de nuestro país a través de pinceladas de genuina lucidez, resultando un cuadro tan tenebrosamente divertido como una pintura de George Grosz.
Se ha dicho mucho que Gente en sitios es una comedia, y lo es, indudablemente. Pero para quien esto escribe, lo que es, antes que cualquier otra cosa, es una película de terror. Extraña y cómica, pero de terror, siendo el terror pura latencia, una amenaza apenas perceptible que acecha en los márgenes de cada fotograma, que resuena entre todo aquello que no comprendemos (que es casi como decir TODO), pero que, sin embargo, no podemos dejar de sentir. Sinceramente, no recuerdo un solo fragmento de la película que no resulte incómodo o inquietante.
Por otra parte, por sus imágenes –talladas como con descuido o urgencia – discurre la banalidad de la vida en sus formas más extrañas y patéticas, pero bajo esa banalidad se filtran (como emanaciones pútridas por las grietas de un cadáver) ráfagas de una poesía turbia y desesperada, que es lo que hace que Gente en sitios no sea sólo una película inquietante y divertida sobre el absurdo en el que vivimos, sino también una obra hermosa y enigmática que cuesta sacarse de la cabeza. Y que, insisto, da miedo.
Podríamos definirla, siguiendo este mismo hilo de pensamiento, como una comedia con la que te ríes poco y tiemblas mucho. Lo único que servidor tiene claro es que es una película de nuestro tiempo y que, como tal, deja entrever un poco hacia dónde diablos nos estamos dirigiendo. Poco importa si no resulta tan lograda o conseguida como Dispongo de barcos o Gente de mala calidad; lo que hay que señalar es que Gente en sitios es, en última instancia, una de las películas españolas más relevantes y anómalas de la temporada. Es decir, que hay que verla.