Que Larry David es historia viva de la comedia televisiva USA es algo que pocos podrán discutir. Desde los tiempos de Seinfeld —esa serie que prácticamente lo cambió todo—, sus creaciones han servido de referencia a toda una serie de cómicos a la hora de enfrentarse al formato televisivo. ¿O acaso alguien puede negar la influencia que una serie tan corrosiva como Curb your enthusiasm ha tenido en los prestigiosos trabajos de Ricky Gervais o Louis C.K? Su crudeza cómica, su misantropía y cinismo, su férreo naturalismo y su obsesión por el detalle y lo anecdótico son fáciles de rastrear en la obra de estos otros titanes de la comedia.
Ahora, y de nuevo bajo el amparo de la HBO, David vuelve a unir fuerzas con sus colaboradores habituales (Alec Berg, David Mandel y Jeff Schaffer) para alumbrar una TV movie sobre un pobre diablo que perdió la oportunidad de su vida y ahora hace malabarismos para sobrellevar el peso de sus errores bajo una falsa identidad. En el fondo, David está explorando la naturaleza elusiva y caprichosa de la felicidad. Su protagonista, bajo el paraguas del anonimato, ha alcanzado un cierto estado de perfección vital y espiritual: vive plácidamente, es querido en su nuevo lugar de residencia, tiene amigos fieles, incluso un relativo espíritu de liderazgo que le permite pasearse por los dominios de esa pequeña isla crecido y ebrio de orgullo. Y, sin embargo, cuando la sombra de su antigua vida (es decir, la sombra de la vergüenza) haga de nuevo aparición, la fragilidad de esta felicidad basada en la mentira se hará más notable.
Lo que David no hace es reinventar o modificar sus propias señas de identidad. Aunque la película posea cierto tono de fábula capriana (pienso en El secreto de vivir o Millonario de ilusiones) teñida de una innegable mala uva, o incluso pueda remitirnos a algunas de las farsas que firmó el genial Preston Sturges (el juego de identidad tiene algo de la rocambolesca ¡Salve, héroe victorioso!), lo cierto es que el humor que le dio fama, e incluso la forma de estructurar la narración, sigue estando presente en esta —a ratos delirante— miniatura más voluntariosa, eso sí, que sofisticada.
Como director de orquesta, David ha contado con la ayuda de otra insigne figura de la comedia americana reciente, Greg Mottola, aunque su papel es básicamente servicial. Sin negarle el mérito de conducir una narración sustentada prácticamente en el absurdo por unos cauces humorísticos relativamente sobrios y hasta plausibles, lo cierto es que poco margen le queda para inyectar algo de su propia personalidad creativa a un producto esencialmente «larrydavidiano». Así pues, se mantiene un cierto equilibrio tragicómico, afianzado en algunos apuntes visuales poderosos (ese plano, hacia el final, del protagonista sentado en el sofá, con el cuadro del carrito renegrido y el enchufe a la altura de los ojos), pero en general la carga de humanidad y melancolía que poseía Adventureland se diluye en Clear History, una película de una eficacia cómica incuestionable (es realmente divertida la mayor parte del tiempo), pero no lo suficientemente honda y cercana como para llegar a removernos por dentro.
A pesar de este pequeño déficit de emoción, sería injusto negar la fluidez de una película tan endiabladamente entretenida, que sabe jugar las cartas del absurdo y del humor negro con tanta habilidad, que ostenta una galería de secundarios de auténtico lujo (todos, de Eva Mendes a Michael Keaton, pasando por Kate Hudson, John Hamm o Liev Schreiber, parecen entregados a sus respectivos roles), y que sabe suplir la falta de inventiva visual (comprensible, siendo una obra destinada a la televisión) con un sabio manejo de los recursos cómicos (la forma en que recicla el gag sobre el grupo Chicago, por ejemplo) y una capacidad para medir los tiempos de la comedia que Mottola ya demostró en la superior y muy infravalorada Paul. En definitiva, esto, amén de televisión de calidad, es otro buen ejemplo del talento para la comedia que caracteriza a Larry David y sus secuaces.