En la carátula del DVD del documental que nos ocupa hay una frase de Werner Herzog (uno de los más fervientes defensores de la cinta) que resume a la perfección las sensaciones que deja este desalentador proyecto, tan oscuro como cachondo: «Nunca he mirado tan directamente al infierno». Y es que por el año 1996, el director austriaco ya poseía esa mirada demoledora sobre la incomunicación, la apatía y las obsesiones propiciadas por la decadencia de la sociedad contemporánea, pero lo hacía desde una perspectiva todavía más grotesca que la mostrada en sus posteriores incursiones cinematográficas, en las que desde Días Perros ha suavizado ligeramente (aunque siga siendo su seña de identidad más notoria) el grado de humor negro y sordidez en beneficio de mayor hondura dramática, con el uso de menos personajes, pero sin abandonar su fragmentado estilo documental. Seidl es un autor siempre fiel a su estilo, caracterizado por reiterar en cada trabajo pequeñas variaciones sobre sus temas, con una concepción bressoniana en su austera puesta en escena, amparada en eternos planos secuencia y una narrativa basada en la repetición de acciones con pequeñas variantes colocadas de un modo episódico, siempre manteniendo una distancia con lo expuesto y colocando al espectador en posición de incómodo voyeur debido a la invisibilidad de la cámara. Un director que desde sus inicios ha explorado continuamente la línea, casi inexistente en su caso, entre el cine de ficción y el documental, otorgando una narrativa similar a sus proyectos supuestamente documentales y a los de ficción.
La fragmentada narración nos va presentando paulatinamente a un grupo de personajes que procesan un amor incondicional hacia sus mascotas, básicamente perros y conejos, aunque también hay espacio para gatos, hurones, ratas y cobayas. Dentro del inmenso grupo humano expuesto destacan los dos hombres extraños que viven juntos y luchan en vano para adiestrar al típico perro agresivo de tamaño medio, que no se ponen de acuerdo en su educación, y a la hora de comprarle un sofá a la mascota. En sus ratos de relax, uno de ellos lanza comentarios aparentemente lúcidos contra la sociedad contemporánea. Por otro lado, se nos presenta a dos indigentes que viven juntos y se dedican a pedir limosna para poder comprar una jaula y alimentar a su estimado conejo. Un hombre de más de cincuenta años practica sexo telefónico mientras su perro se encuentra panza arriba a cuerpo de rey en el sofá. Una pareja de separados que se turnan al animal más simpático de la narración (un perro que articula unos ruidos muy peculiares mientras es acariciado en la barriga) a quien le explican detalladamente los motivos de su tortuosa relación. Tampoco tiene desperdicio una pareja de amantes que busca desesperadamente a otras parejas amantes de animales para hacer un intercambio sexual.
La galería de personajes que pueblan Amor animal tiene el nexo común de la desesperanza, la incomunicación y la soledad. Las mascotas, una de las escasas motivaciones por las cuales comparten sentimientos profundos, son utilizadas como substitutos del afecto perdido por la ausencia de contacto humano, aunque en algunos casos ese roce existe a través de la gente que convive compartiendo el amor hacia la misma mascota. La mayoría de estos seres, entre los que veremos alcohólicos, indigentes, gordos, ancianos, tatuados con aspecto de legionarios, y todo tipo de inadaptados sociales, viven en edificios cochambrosos en unas condiciones bastante lamentables. También hay espacio para ancianos casi terminales en un hospital (como continuaría explorando en Import/Export más de una década después), e incluso para las clases más favorecidas, con una especie de diva venida a menos que susurra frases románticas al oído de su Husky mientras añora sus buenos tiempos en medio de una montaña de cartas de amor y admiración. Viendo este documental se le quitan las ganas a uno de visitar Austria, aunque es evidente que Seidl se preocupa por cuestiones universales y si viviese en otro país no tendría problemas para hacer un casting similar, ya que la degradación humana está presente en cualquier rincón del mundo. Lo que no queda claro es si esa necesidad de mostrarla continuamente sería tan notoria si no tuviese la nacionalidad austriaca.
Si uno no conoce al austriaco, con el título del documental podía esperarse un trabajo «buenrollista» que enalteciese la figura de las mascotas y que, como anuncian a bombo y platillo algunos estudios prestigiosos, explorase su influencia positiva en las condiciones físicas y psicológicas de los seres humanos. Pero claro, tratándose de Seidl, opta por indagar el lado oscuro de esta relación provocando una incomodidad pasmosa por las situaciones en las que son mostrados sus personajes humanos y animales. Pese a la carga sarcástica habitual en su cine, que aquí alcanza sus mayores cotas, Seidl es especialista en provocar que el espectador se cuestione aspectos de su propia existencia sin ninguna intención de hacerle sentirse bien, e incluso cuando consigue hacerle reír le crea una sensación de culpabilidad profunda. Lo más desconcertante con Amor animal es tratar de discernir dónde se encuentra la frontera entre la realidad y la ficción. Resulta evidente, o al menos eso quiero creer, que el autor austriaco caricaturiza las situaciones como viene siendo habitual cuando se adentra en el terreno documental, e incluso parece haber espacio para un guión con la intención de ironizar y dotar de mayor ritmo y enjundia a la narración, pero también queda claro que la mayoría del grupo humano que puebla la pantalla no está fingiendo ese desmesurado amor por las mascotas y no le hace ascos a dar auténticas muestras de cariño hacia ellas, y aprovechar sus minutos de gloria con la opción que les da el austriaco para ejercer el rol de actores.
Que Seidl siente una fascinación enfermiza por el feísmo no es nada nuevo. Su filmografía suele estar íntimamente relacionada estéticamente a la de la fotógrafa Diane Arbus por la creación de auténticos lienzos excéntricos protagonizados por marginados sociales, estilizados para conseguir un innegable valor estético que atenúa ligeramente su indudable carga sórdida. Sin embargo, en Amor animal va un paso más allá recurriendo también a la fealdad animal con unas mascotas que, sin tener los culos caídos y la grasa habitual de sus peculiares dueños, caerían eliminados a las primeras de cambio en un concurso de belleza canina. Uno de los aspectos más tremendos debió ser el casting que llevó a cabo para dar con esta galería «trash» humana y animal. Dentro de esta fauna humana hay personajes poseedores de un elevado carisma cómico, como el miembro más activo de la pareja de indigentes, el ser que procesa mayor amor a la hora de morrear a su mascota; con un aspecto a medio camino entre el Denis Lavant de Los amantes del Pont-Neuf y el peculiar actor alemán Lars Rudolph (el protagonista de Armonías de Werckmeister), este marginal personaje, cuando no pide limosna para su conejo, se dedica a leer un libro con consejos para ligar mientras detalla sus irreverentes aventuras sexuales del pasado, con una sonrisa de oreja a oreja que lo hacen entrañable.
Aunque se trate de un retrato oscuro por la presencia constante de los rincones más oscuros de la condición humana, Seidl tiene la delicadeza de saber cortar a tiempo cuando el amor animal supera la fase de los besos, y no se recrea demasiado en los momentos más delicados, como sucede en un par de tocamientos tímidos genitales que no van a más por el cambio de plano. Los animales, pese a las citadas muestras de afecto a las que no parecen hacerle demasiados ascos, no sufren demasiado a nivel físico, si obviamos una pelea entre dos perros con la arisca mascota de la pareja inicial como violenta protagonista sin bozal. Este malcarado can tampoco se corta propiciando unos mordiscos a su dueño que no dan la sensación de ser fingidos, pero que inevitablemente producen la carcajada generalizada del personal.
Amor animal fue prohibida en algunos países y es la obra más incendiaria y con mayor mala baba de un Seidl que consigue con este siniestro tratado que Gummo de Harmony Korine (otro de los apadrinados por Werner Herzog) parezca una producción subida de tono de Walt Disney. Una experiencia no apta para todos los paladares, pero que deleitará a los incondicionales del Seidl más provocador y pasado de rosca, entre los que me encuentro, que a pesar de todo, como viene siendo habitual en su proceder, consigue calar hondo con un devastador mensaje que perdura en la memoria del espectador aunque sea a base de perturbarla, y por la capacidad que tiene para expresar situaciones atoradas de multitud de lecturas negativas sobre la sociedad contemporánea. Un documental que podría formar parte de una especie de trilogía sobre el terror de las obsesiones urbanas junto a Días Perros y Paraíso: Fe, por la cruda e irreverente forma de mostrar cómo puede degenerar un ser humano cuando se obceca con un solo aspecto de la vida.
Interesante.. El documental parece ser una exploración del amor incondicional que algunas personas tienen hacia sus mascotas,