«Un hombre acaba de cometer un asesinato. Atrapado y asediado en una habitación, rememorará como ha llegado a convertirse en un asesino». Con esta escueta y reveladora frase comienza Amanece, sin duda una de las mejores películas del mítico Marcel Carné y quizás junto con El muelle de las brumas la cinta que mejor define el particular e irreal lenguaje del sublime autor francés, uno de los fundadores junto a Jean Renoir del denominado y posteriormente denostado por la Nouvelle Vague realismo poético. Me encanta el cine de Carné. Paso de aquellos que consideran a su cine como una pieza de arte arcaico sublimado de tics teatrales alejados de los paradigmas puramente cinematográficos en el que los dictados de la ensoñación irreal repleta de brumas fantasmales que aprisionan el corazón y el alma de sus personajes predominan a cualquier intento de acercamiento a la realidad más sórdida y putrefacta. Porque en el cine de Carné se refleja la sordidez y la mezquindad humana, pero desde el ámbito artístico adorador de lo bello.
Las miserias humanas y la inmundicia son retratadas en el cine de Carné (porque en su cine existen y están muy presentes estas indigencias mencionadas) desde la serenidad pictórica de los clásicos resultando por tanto inquietantemente atractivas y hermosas a los ojos del espectador, hecho éste que choca de frente contra los dictámenes del cine neorrealista puro y con las reglas establecidas por los cineastas más estrictos pertenecientes a la Nouvelle Vague (con Jacques Rivette o Jean Luc Godard a la cabeza). Su cine es por tanto una poesía del romanticismo abstracto y exacerbado de atmósfera interina en la que el exterior únicamente sirve de decorado artificial para que broten en su simiente todas las emociones restringidas por los convencionalismos sociales que no son más que obstáculos que impiden el desarrollo y la felicidad de los desgraciados personajes que habitan el biotopo existencial idealizado por Carné.
Y estas que hemos comentado en los párrafos anteriores son las cualidades que mejor describen a Amanece. Verdaderamente es el film en el que mejor se esboza el juego Carnesiano consistente en retratar a través de una desgarradora historia plena de romanticismo los infortunios que padecen los perdedores del sistema, que malviven en un decadente y deprimente hábitat urbano, y cuyas desventuras se hayan motivadas por unas irreflexivas decisiones que acarrean la perdición a aquellos que son incapaces de vencer el retraimiento interior que impide desfogar los instintos básicos y el sentido común siendo el amor el principal motor que debe guiar las vivencias de los personajes. La película está protagonizada por el actor fetiche de Carné, esto es, el legendario Jean Gabin (que del mismo modo también participó como co-productor del film), el cual acompaña a su personaje de una poderosa presencia física a la que se une una intimista mirada de bondad y de compasión como pocas veces se ha dibujado en la historia del cine. La cinta dio origen a un remake Hollywoodiense llevado a cabo pocos años después por Anatole Litvak con Henry Fonda de protagonista, resultando la más que digna y magnética La noche eterna.
Uno de los puntos más fascinantes y llamativos de la película es sin duda la inspirada utilización del flash-back como opción narrativa para dejar que fluya la historia. Anticipándose a Ciudadano Kane, cinta que instauró este recurso como práctica habitual en el cine negro de los cuarenta (recordemos por ejemplo los casos de La máscara de Dimitrios, Forajidos, Callejón sin salida, Sin conciencia, La ciudad cautiva, o incluso en melodramas tales como La señora Parkington, El crepúsculo de los Dioses o Carta a tres esposas ), Amenece emplea esta técnica metalingüistica para insuflar un potente romanticismo pesimista a la trama. Así, la película comienza a rodar con una portentosa escena de gran barroquismo fotográfico gracias a la utilización de una portentosa grúa que ayuda a ampliar el campo de percepción visual de la misma a la vez que a plasmar con unos contra-picados de vértigo la altura del edificio que hace las veces de fortaleza protectora del anti-héroe protagonista, en la que observaremos como un abatido personaje cae violentamente por las escaleras de un famélico motel situado a las afueras de París.
La caída en picado del moribundo será súbitamente parada por un ciego (personaje el del invidente muy presente en el cine de Carné como metáfora de la invisibilidad latente en los personajes que moran el universo de Carné). El hallazgo del cadáver atraerá hacia el motel tanto a curiosos como a la policía, la cual interrogará al invidente y a los dueños del establecimiento con el fin de averiguar la identidad del muerto. Nadie parece conocer la personalidad del cadáver. Sin embargo cuando los agentes acuden a la habitación desde la cual se arrojó el cuerpo, hallarán a un enérgico habitante, François (Jean Gabin) que se auto-inculpa del asesinato del desconocido.
Los cobardes y cotillas habitantes del motel no se explican que ha podido llevar al bueno de François a perpetrar un acto tan aberrante. Encerrado en la habitación con la única compañía de una amenazante pistola y rodeado por la presencia acosadora de los buitres atraídos por el olor a sangre, François rememorará las situaciones y peripecias que le llevaron a cometer el brutal asesinato. De este modo descubriremos que François era un bondadoso y alegre operario de una fábrica parisina que casualmente conocerá en la misma a Françoise (otro recurso típico de Carné, es decir, el juego de palabras con los nombres de los amantes), una empleada de una tienda de flores, huérfana de padres, que acude al recinto para entregar un ramo de flores a la mujer del Gerente. Este primer encuentro despertará el interés de François, de modo que nacerá súbitamente entre los protagonistas una inspiradora historia de amor a primera vista.
Sin embargo la estabilidad de la relación se tambaleará cuando hacen acto de presencia en la misma los personajes de Clara y Valentín (rostro que coincide con el del cadáver que abrió la película), una pareja de míseros artistas que malviven y prostituyen su arte en tascas de mala muerte, y con los que François mantiene una compleja y sórdida relación a través de los esporádicos encuentros sexuales que mantiene el joven con la belleza puesta a la venta al mejor postor de la inocente Clara. De este modo los trucos ideados por el avispado, libertino y codicioso Valentín, un vividor carente de escrúpulos, atraparán en sus pérfidas fauces devoradoras de almas a la ingenua Françoise, impostando la personalidad del supuesto padre de la florista con oscuras intenciones, destrozando de este modo el edificio de felicidad que había soñado construir el honesto François.
La película es un auténtico poema visual de una inusual belleza pictórica, gracias a la portentosa fotografía e iluminación aportada por Curt Courant, sin duda uno de aquellos grandes directores de fotografía de origen alemán que aprendieron el oficio en la germinal escuela expresionista germana y que tras el alzamiento del partido Nazi en la Alemania de entreguerras abandonó su país natal para aportar su talento en obras maestras como La bestia humana de Renoir o Monsieur Verdoux de Chaplin por poner dos poderosos ejemplos. Son admirables por su tremenda modernidad los abundantes planos cenitales que adornan la cinta los cuales recuerdan a los cuadros de Alfred Sisley o Berthe Morisot. Si bien son los planos de interior los que más abundan a lo largo del metraje del film, no es menos cierto que la película hace gala de unos hipnóticos planos de exterior en los que las brumas y la niebla retratan el complejo y tortuoso mundo interior de los personajes.
Maravillosos son igualmente, los planos rodados en el interior de la fábrica, lugar en el que acontece el primer y platónico encuentro entre François y Françoise, increíblemente ambientado y decorado con un halo de irrealidad mágica como si de un paraíso celestial en el cual desprender la emoción amorosa se tratara, así como las hechizantes escenas de vodevil de subyugante ambientación taciturna y canallesca que rememora a las secuencias más tenebrosas de El extraño caso del Dr. Jekyll de Victor Fleming. Tanto el montaje, como los decorados y la fotografía aportan al film una atmósfera cataléptica dominada por el mundo de las pesadillas y la irrealidad en la que brilla con luz propia un cosmos impregnado de profunda tristeza y desesperación.
Por todo ello, Amenece es uno de los mejores poemas escrito en imágenes por Marcel Carné. Una obra cumbre del cine sin la cual no podría entenderse no solo la evolución del cine francés, sino igualmente la trayectoria del melodrama ilusorio americano. El cine onírico nació como manual de procedimiento con Marcel Carné. Ningún autor ha sabido mezclar con tanto acierto el mundo de los sueños con el del cine y por tanto merece ocupar un pedestal blindado de odios en el Olimpo de la historia del cine. Porque Carné nos demostró que la vida es un sueño que puede narrarse en forma de irreal fábula real a través del cine.
Todo modo de amor al cine.