Danis Tanović se dio a conocer con En tierra de nadie (No Man’s Land, 2001), película por la que logró el Oscar a mejor cinta de habla no inglesa. Tras su prometedor inicio, se embarco en un periplo europeo sin demasiada fortuna (Triangle, El infierno…), hasta que hace poco retornó a su patria con la muy interesante Cirkus Columbia. Tres años más tarde nos trae La mujer del chatarrero, la reconstrucción de la angustia de una familia gitana que no tiene el dinero para pagar una operación y que se ven excluidos de la seguridad social.
El estilo documental, con cámara al hombro y rehusando la luz artificial, nos remite a los primeros trabajos de su director, curtido como cámara en la sangrienta guerra civil que asoló Bosnia a inicios de la década de los 90. De igual modo el cineasta huye de la dramatización de la historia ciñéndose a los hechos tal como sucedieron, o lo que es lo mismo, manda a paseo la construcción dramática del guión sin importarle el peaje que sufre el espectador medio al enfrentarse con una cinta como la presente.
Para entendernos, lo que intenta es manipular lo menos posible la historia, evitando los adornos narrativos y procurando mirar la historia desechando los prejuicios y formas que puedan identificarse con el cine social más tramposo, más llamativo o fácil de empatizar. Al cineasta le basta saber que hay un componente de injusticia en la ya de por si patética administración bosnia (podría pasarme horas insultando a los gobernantes del país, en serio) y tratar lo acontecido con la mayor sensación de realidad posible, usando como actores a todas las personas reales que participaron en los acontecimientos que se cuentan.
Así pues, con largos planos sostenidos seguimos a nuestro protagonista, un gitano que recoge chatarra de donde sea en pleno invierno balcánico para reunir la suma de 1.000 KM (500 euros) con los que pagar la sencilla operación que salvaría la vida a su mujer. Las acciones no son nada del otro mundo, y en todo momento parece huirse del suspense.
Cine de denuncia social sin artificios ni mensajes bien intencionados de pacotilla, aunque para ello renuncie en parte al lado emocional de la historia, que habría que mencionarse, alcanza sus mejores momentos cuando captura el espíritu de un hogar pobre y sencillo, pero lleno de amor.
Sin embargo, aunque de ideas claras y con ganas de destruir ciertos esquemas repetidos del llamado cine de denuncia (realmente, el tono huye precisamente de dicho “género” en buena parte del metraje), el relato no consigue alzar el vuelo, cosa que en ocasiones está a punto de lograr al mostrar la solidaridad entre vecinos o el amor que desprenden los personajes entre ellos. Las formas de su cineasta están ahí y se entiende su huida del tratamiento más amarillista y su búsqueda por capturar la sensación de realidad, y aunque no se hace pesada, pues apenas dura una hora y cuarto, sí que queda la sensación que podrían explotarse más los conflictos.
Se queda en un retrato intimista de una familia gitana, idea central de la cinta y su director por encima de la denuncia, que parece que es lo único que han visto algunos. No es una mala peli, ni mucho menos, pero un servidor esperaba más de alguien que ha demostrado tener una mirada privilegiada y crítica sobre su país y sus ciudadanos.