Yôji Yamada… a examen (II)

Si hay algo, por encima de todo, que abruma y embelesa los sentidos del ciudadano cinéfilo occidental cuando extiende sus miras hacia los relatos que provienen del imperio del sol naciente, esto es su sentido del honor. Fuertemente arraigado a la narrativa de tradición culta y popular de la literatura nipona, es sin duda uno de sus signos más característicos y emblemáticos. Si nos situamos en el Japón feudal, el honor pasa a ser lo primordial en la vida de un samurái, por encima de otros valores que podrían ser tomados como terrenales o lógicos para el imaginario forastero.

De entre los directores clásicos que han sobrevivido a la modernidad y se han adaptado, así como sus miradas, a los tiempos modernos y los cambios culturales, Yôji Yamada resuena en el horizonte por méritos propios. Su película Love & Honor no solo supone el cierre a una extraordinaria trilogía iniciada por El ocaso del samurái y continuada por La espada oculta. En estas tres entregas, ha aglutinado una fusión de todos los elementos que crearon los estilos individuales de Yasujirô Ozu, Masaki Kobayashi y Akira Kurosawa, haciendo que prevalezcan en su mayor y más desatado lirismo.

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En Love & Honor, aunque la historia se sitúa en el pasado, la película tiene relación con el presente. Acude a señalar con sentido crítico los valores contemporáneos pero insiste en que son, después de todo, valores; crea honestamente un contexto de vida japonesa pero también se preocupa de verdaderas intemporales y actitudes consideradas universales. A través del realismo controlado, Yamada presenta un mundo absolutamente creíble donde la tragedia sobrevenida azota la moral y la conciencia de personas que nunca han dejado de recorrer el camino de la rectitud y la obediencia.

La intelectualización del drama va un paso más allá: solo esos actos que surgen de las emociones son actos válidos, y la acción así motivada es verdadera. En este filme la teoría se hace práctica. Está hecho de acción física violenta, y el resultado final de esta acción es la destilación de una verdad casi imperceptible, que es emocionalmente imposible de rechazar: el amor. Solo se puede llegar a esta desembocadura aceptando el valor de los constructos primarios de los personajes, sobre los que se encierra y se envuelve todo el peso del relato, más allá de una recreación, llamémosla dionisíaca, de las representaciones de espada y sangre.

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El estilo del Yamada maduro, que ha creado un realismo propio, se pone al servicio de una moral al mismo tiempo realista y personal. Virtudes abstractas como el heroísmo, la dignidad, la bondad, incluso la valentía por sí sola, forma un todo intrínseco en su obra pero no se contenta simplemente con su significación. Busca, y consigue, trascender los arquetipos. Infunde una nueva vida y devuelve valores originales incluso a los estereotipos más conocidos de los argumentos al final de la era Edo. Lo cierto es que, en estas últimas películas, el director parece estar repitiendo el conocido modelo según el cual los artistas japoneses vuelven la cara hacia el mundo exterior, plasmando las emociones más candentes del estilo realista, y posteriormente retornan a algo que se podría identificar con un espíritu eminentemente japonés. El estilo de vida honesto y firme de un samurái, en definitiva.

Cuando un cineasta japonés trasciende las barreras internacionales, ampliando las convenciones del lenguaje cinematográfico aceptadas en Japón, sus planteamientos tienden a ser occidentalizados para ser más fácilmente asumidos y digeridos. No más lejos de la realidad, Akira Kurosawa, como buen emperador del cine, dijo en una ocasión: si una obra no es comprensible para el público japonés, entonces yo, como artista japonés, simplemente no me intereso por ella. Al ver una película de Yôji Yamada, uno no puede dejar de recordar estas sabias palabras.

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