Cada año que pasa, parece más claro afirmar que los japoneses son los únicos en el planeta capaces de hacerse remakes casi con la misma potencia y resonancia que sus títulos clásicos. Yasujirô Ozu compuso, en su mayor parte, una filmografía de prodigio narrativo y calidez sensitiva, basada en la observación de la familia y en sus leves pero imparables transformaciones que devienen en distancias generacionales insalvables. Con su mirada estacionada sobre los ojos de quien mira arrodillado, o sentado, sobre un tatami, su lirismo recorrió el aroma de una tradición clásica nipona, con sus destacadas costumbres y sus hábitos, a la que siempre estuvo ligado y a la que no dejó de elogiar película tras película.
La sombra de Ozu y de otros emperadores del séptimo arte japonés se sigue extendiendo a la época contemporánea y, en la actualidad, se conservan reminiscencias y rastros de cineastas que continúan bebiendo de las raíces más puras y majestuosas de su cultura y de las bondades que atesora. Este es el caso del octogenario Yôji Yamada, que tras sus imprescindibles El ocaso del samurái y Love & Honor se revela definitivamente como el gran ilustrador moderno de los ecos de Kobayashi, Kurosawa y, por supuesto, Ozu.
Sus películas suponen un derroche de arrebatada pasión y desoladora tristeza emotiva, con una puesta en escena elegante y templada que retrata unos personajes apasionantes abocados a la búsqueda de su identidad y a la destrucción. Practicante de un lirismo y una ternura exacerbados, su pulsión cinematográfica actúa como un doble salvoconducto: rendir pleitesía a las leyendas de su país a través de sus códigos y estilemas, y a su vez actualizar sus relatos a unos tiempos modernos en los que, sin embargo, nada parece haber cambiado demasiado en lo referido a las estructuras parentales.
En la obra magna de Ozu, Cuentos de Tokio, la coincidencia de cuatro generaciones familiares en la misma casa desencadena el contraste y el enfrentamiento entre ellas, tema esencial en su obra pues él mismo siempre se sintió influenciado y golpeado por las transformaciones culturales acaecidas en su país tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Yamada toma el revelo con Una familia de Tokio pero decide prescindir de contextos históricos y coyunturas bélicas para actualizar su relato a un presente que se mueve entre la apatía de las generaciones jóvenes, la cordura mediadora de las intermedias y la incomprensión afectuosa de las más adultas.
Una tenue nostalgia muy empática y humanística recorre la visión de Yamada, desecha lo superfluo y apela a la melancolía, que respira a través de sus personajes y que camina reptando a través del tiempo. Capta las esencias más vitales de esos miembros, desconocidos, desconcertados y siniestros, que se ven forzados a entenderse por el pretexto de estar unidos por lazos de sangre. La capacidad para la concisión sacude el ritmo y el espacio a la hora de cazar al vuelo lo elemental sin énfasis, la magia de la cotidianeidad sin hipérboles. En la bellísima composición de planos estáticos del director japonés se cuela, digámoslo ya, la vida en su sentir más poético, tangible y verdadero.
Yamada no nos propone un remake al uso. De haber sido así, no habría acudido a homenajear a la obra capital de uno de los directores capitales de Japón. Nos incita a detener el flujo de nuestro ciclo vital, como ya hizo Ozu. Nos alienta a reflexionar sobre el canto agridulce a la tristeza que provoca nuestro sometimiento sobre ese elemento trágico que llamamos tiempo. Desde sus postulados íntimos, propios y personales, el nipón nos aproxima a su intimidad creativa y nos la sirve en bandeja de plata a los espectadores para conectar almas. Un pedazo de la nuestra se va y otro, de vuelta, se nos brinda.