La mirada de Alberto Morais, en su aún corta pero estimulante filmografía, no es, decididamente, de una categoría que responda a patrones convencionales. Un lugar en el cine, título tan alegórico como incitador a su declaración de intenciones cinematográficas, ya supuso su carta de presentación cuyo horizonte abogaba por la distinción autoral y reflexiva, labranza procedimental de los Theo Angelopoulos y Víctor Erice, a los que rindió tributo. Ofertante del reflejo más impávido y contemplativo de la vida que vemos pasar, y que se nos escapa entre suspiros, Los chicos del puerto constituye la última y perfecta capa de barniz a los cimientos que relucen en su edificación fílmica de silencios y brevedades.
Deudor del neorrealismo italiano y de la serenidad relatora de Abbas Kiarostami, el cineasta vallisoletano negocia su relato entre la sutil composición del estatismo reiterado y la distancia tradicional que se refleja en las diferencias intergeneracionales. Al igual que en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, del director iraní, esta película presenta un viaje pero en él no hay evolución ni transformación. Las distancias y las fatigas son meras coartadas formales para elucubrar el enorme calado de sus intenciones éticas e idealistas.
Las constantes vitales que empujan a los jóvenes protagonistas a iniciar su aventura, despojado su recorrido de intriga, sorpresas y tensión, dan la espalda a la heroicidad y a la imposición de una madurez épica. Tan siquiera ríen por el camino. La nausea de Morais le facilita un acercamiento redentor a la construcción de unos niños que, sin darse cuenta, hegemonizan la voluntad castiza frente a la apatía y cerrazón ajena de los mayores. Aquí es donde Los chicos del puerto se desmarca e individualiza: ofrece un cálido y candoroso homenaje al niño por ser lo que es, en una época en la que el cine refleja, más que nunca, al infante como un ser devastado por la pérdida de su inocencia y usurpado de su ingenuidad para ser adjudicado a un mundo de responsabilidades, problemas y peligros muy adultos.
En ese viaje, diríamos iniciático, que rompe fronteras y banaliza atajos, se materializa la incomprensión hacia un mundo en el que se respira desinterés e individualidad, si bien emerge un casi poético desprecio hacia el concepto de infancia, sazonada a su vez por los recursos dramáticos recurrentes a la pobreza y la indefensión. Mientras otros deciden mirar hacia otro lado, en Morais habita la pulsión de componer, a fuego lento y sin estridencias, un análisis de aproximación introspectiva por los derroteros de nuestra lucha diaria, llena de obstáculos, extrañeza y soledad, mientras que su consecuente proceso vital se enriquece y se fortalece. Como diría la joven Natalie Portman: ¿la vida siempre es así de dura o solo cuando eres niño?
En su ejecución, la película se fundamenta en un trayecto de reiteración y demora constante, recursos que, pese a vulnerar los cánones del entretenimiento, se antojan necesarios y óptimos para asegurar el cumplimiento del umbral reflexivo. El componente elíptico resulta, en ciertos casos, desvirtuado e incluso inexistente, jugando con la apariencia del tiempo real y el equilibrio entre la historia y el relato. Así mismo, la emergente antipatía de sus formas imprime una sensación elusiva y deslavazada.
La transparencia de su lenguaje y el afán de aperturismo de conciencias, sin dejarse llevar por prisas y atascos, crea una latente sensación de pesimismo que nos induce a orientarnos hacia una mirada impertérrita pero multiforme donde los tiempos muertos son incesantes y donde se te ofrece la posibilidad de indagar en la fugaz existencia que pasea entre las calles de los cementerios o que recorre la brisa que golpea unas rosas marchitas olvidadas en medio de un puerto.