El cine japonés es un pozo sin fondo lleno a rebosar de cine de calidad suprema. No solo encontramos piezas de arte revisando las obras cumbres de los maestros del cine nipón, sino que basta con escarbar someramente dentro de las entrañas de la cinematografía del país del Sol Naciente para localizar joyas de veinticuatro quilates. Este es el caso de El demonio, película realizada por Yoshitaro Nomura a finales de los años setenta y que para mi, tras su reciente visionado, se ha convertido en una película esencial dentro de mis preferencias en lo que a cine japonés se refiere. Resulta complicado catalogar a El demonio dentro de un género cinematográfico concreto. El título podría hacernos pensar que vamos a ver una película de terror. No iría desencaminado aquel que pensara esto, porque la cinta posee alguna de las escenas más escalofriantes y abominables que recuerdo haber visto recientemente en cine.
Sin embargo no es el universo del cine de terror el que mejor define el cosmos de la cinta, ya que básicamente El demonio es un crudo drama familiar (muy cruel, desgarrador, demoledor, de esos que se quedan grabados a fuego por años en la mente del espectador). ¿Y por qué digo que esta película es cruel y cruda como pocas? Sencillamente porque a través de la cotidianidad más cercana la cinta es capaz de reflejar con todo realismo una infinidad de episodios que nuestra mente, como hombres racionales y solidarios, se resistirá a admitir como posibles: el abandono paterno, la dejadez egoísta del desempeño de los cuidados básicos que requieren unos desamparados niños, así como la violencia silenciosa ejercida en contra de los propios hijos que desemboca en parricidio infantil (y, lo que es más inquietante, el de un indefenso bebé).
Pero lo que es más turbador y en mi opinión es el gran acierto del film, es que el ejecutor de tales atrocidades no es descrito como un monstruo salvaje carente del más mínimo sentimiento, sino al contrario, es descrito como un perdedor del sistema, un hombre perseguido por la desgracia y la mala suerte en el cual seguro que hallaremos puntos de empatía y compasión. Es un pobre hombre, con querencia al alcohol y las mujeres, un mala cabeza cuyas pasiones extra-matrimoniales trajeron consigo el nacimiento de tres vástagos a los cuales abandonó al cuidado de su madre. Un pequeño empresario que acaba de sufrir el incendio de su negocio, el cual solo sirve para procurar los mínimos recursos precisos para evitar caer en la indigencia. Un hombre sentimental, atrapado bajo el ferreo yugo de una esposa ambiciosa y carente de sentimientos, al cual no le queda “más remedio” (no trato de justificar su acto, sino únicamente describir que puede llegar a tener sentido) que eliminar a los nuevos moradores de su hogar, esto es, sus hijos recién llegados a casa tras arribar al hogar acompañados de su despechada amante, para poder seguir respirando el oxígeno preciso para vivir el día a día.
La película es extraordinaria de principio a fin. Nomura se desprende de vendas y artificios para dibujar un lienzo arriesgado y descarnado en el cual confronta sin reparos dos universos irreconciliables: el de la inocente infancia y el de la realista madurez. Todos los elementos presentes en el planteamiento de Nomura son fascinantes. En primer lugar destaco la fotografía colorista en la que se perciben las modas predominantes de los años setenta (abuso de zoom, movimientos de cámara nerviosos, planos cortos….), pero sin que ello sea óbice para captar con estilo pictórico la belleza de los paisajes bucólicos japoneses. En segundo lugar las interpretaciones de todos los actores, siendo especialmente destacables las del protagonista masculino Ken Ogata (más conocido por protagonizar las estupendas La balada de Narayama y Mishima) y sobre todo las de los tres chavales co-protagonistas a los cuales es un placer para los sentidos contemplar su desenvoltura y naturalidad para afrontar las escenas más perversas. Y por último, pero no menos importante, la película cuenta con una de las bandas sonoras más inquietantes de la historia del cine. ¿Similar a la de El exorcista? ¡Qué va! La banda sonora es ni más ni menos que una especie de nana perversa que se mete en los oídos repicando en cada parte del cerebro para lograr un efecto de puro terror cada vez que la melodía emana en las secuencias más emocionantes.
Básicamente la sinopsis se resume como sigue: una mujer, hastiada de la pobreza y de la carga que supone una vida sacrificada, decide coger a sus tres hijos y emprender viaje hacia la casa de su ex-amante, un pequeño empresario dueño de una famélica imprenta (llamado Sokichi), con el cual mantuvo una relación, estando él casado, cuando ambos estaban empleados en un restaurante. Sokichi mora en una pequeña casa junto con su esposa (una mujer amargada por el hecho de no haber podido ser madre) malviviendo de los pequeños ingresos que su negocio genera. La amante arriba al hogar abandonando al cuidado de Sokichi y su mujer a los pequeños infantes. Si bien la llegada de los niños y los inocentes juegos que llevan a cabo parecen impregnar de alegría y felicidad la existencia de Sokichi, los celos de la cónyuge de Sokichi y las carestías económicas que dominan la existencia de la familia acabarán dinamitando la convivencia.
Así tras un accidente intencionado maquinado por la esposa de Sokichi, el pequeño bebé fallece asfixiado. Este asesinato encubierto unido al poder (sexual y psicológico) que la esposa ejerce sobre el pusilánime Sokichi inducirán al mismo a deshacerse de sus otros dos retoños, abandonando a la pequeña Yoshiko a su suerte en la torre de observación de Tokyo para posteriormente tratar de eliminar al primogénito Riichi en un acantilado. Sin embargo, la conciencia lógica del joven Riichi unido al emergente cariño que siente Sokichi por su primogénito complicarán la tarea parricida ideada.
Como había comentado anteriormente, la película ostenta alguna de las secuencias más espeluznantes que he visto en cine. Nomura no disfraza para nada la violencia ejercida en contra de los infantes, logrando filmar escenas que impactan como un misil en la conciencia del espectador occidental. Podría enumerar las siguientes escenas como las que más me impactaron: por un lado la escena en que la esposa de Sokichi rocía sin piedad a la pequeña Yoshiko con detergente para reprenderla por un acto travieso. Igualmente la escena en la que Sokichi tras acompañar a Riichi al zoo trata de envenenar a su hijo con un bocadillo impregnado de azufre (la violenta reacción de Sokichi al ver que su hijo recela del bocadillo al encontrarlo amargo es demoledora). También es aterrador todo el planteamiento urdido por Nomura para la filmación del abandono de Yoshiko en la torre de Tokyo (las carantoñas y cuidados empleados por Sokichi a lo largo del viaje de abandono se tornan en un tempano frío como el hielo justo en el momento en que Sokichi decide huir de la torre sin su hija). Pero la escena que pone de verdad los pelos de punta es la del acantilado, en la cual asistiremos, con un suspense digno del mejor Alfred Hitchcock, al cénit de la obra, escena de la cual me reservo su desenlace.
Sin duda El demonio es una película aterradora que no dejará indiferente a nadie y que seguramente se convertirá en una de las películas favoritas para los amantes del cine japonés más bizarro y grotesco. La maestría del resultado hay que agradecérsela a Nomura. Su propuesta de entremezclar sin pudor las escenas más tiernas de cariño familiar con las más aterradoras de perversidad inhumana consiguen el innovador resultado de escandalizar la conciencia del espectador sin utilizar postizos mecanismos sensacionalistas sino haciendo gala de una elegante puesta en escena emparentada con la más sórdida realidad cotidiana. Una joya del cine para enmarcar con letras de oro.
Todo modo de amor al cine.