De ritmo moroso y planos sostenidos, El río que era un hombre se muestra práctica en el empleo de sus recursos: un travelling aéreo recorriendo la estepa botsuanesa nos sitúa y un plano que enfrenta a nuestro protagonista al río que escudriña hacia el horizonte, son la mejor praxis de lo que vendrá justo a continuación, pues en ella se funden como un todo dos características fundamentales en la ópera prima de Jan Zabeil: la serena y traslúcida mirada de un cineasta con vocación, y la contraposición de sensaciones antagónicas. Es en esa contraposición donde quizá sorprende en mayor grado el trabajo de Zabeil cuando, en mitad de ese drama humano de supervivencia (que no se ve reflejado realmente como tal en casi ningún momento), el bávaro opta por confrontar una búsqueda por esa mentada supervivencia con planos generales que parecen orientados a mostrar ese inhóspito paraje en el que se pierde el protagonista como un remanso de paz y tranquilidad cuando realmente estamos en una situación extrema y verdaderamente incómoda.
Una incomodidad que sí parece trasladarse a alguna de las tomas nocturnas en forma de horror tangible que, formalmente incluso puede remitir al cine de terror más habitual (los movimientos de cámara, los primeros planos del rostro del muchacho perdido) sin hacer especial mella en esa característica, pero sí tensando una atmósfera que el resto del film se mantiene prácticamente en calma. Son, quizá, esos sonidos nocturnos que no se sabe de donde provienen y van más allá de la desesperación de haberse extraviado sin opciones mínimas para encontrar el camino adecuado, lo que parece azuzar un ambiente que Zabeil había mantenido sosegado hasta ese momento.
Escrita por el propio director y actor, El río que era un hombre quiere hablarnos sobre una relación, la del protagonista con todo el entorno que le rodea; pero no sólo un entorno en el que permanece perdido durante los primeros compases del film, sino también aquel que nos remite al folklore y la leyenda cuando, por fin, consigue encontrar rastros de vida humana, de sociedad. No obstante, es esa sociedad la que parece arrastrarle a una desesperanza que Zabeil no había captado así hasta ese momento: todo sigue permaneciendo en calma a su alrededor (pese a la reveladora intromisión del monótono ruido de una lancha motora y la refriega entre él y uno de los habitantes del pueblo), pero el rostro de ese muchacho ya transmite algo más que el temor a lo desconocido; es la angustia de alguien que se cree salvado pero, sin embargo, no podría estar más lejos de esa hipotética salvación en manos de unas creencias que parecen superar cualquier otra cosa.
Pese a ello, no trata de demonizar Zabeil esa sociedad, más bien vuelve a la carga con una paleta de tonos enfrentados que disponen los tintes más fieros de un viaje justo cuando esa odisea por la salvación parecía totalmente decantada. Es, en el intento de fraguar con lo incomprensible, aquello que no posee explicación racional alguna —reflejado tanto en los aledaños del río, como en la tradición que parecen empuñar los individuos de ese pueblo encontrado casualmente—, donde la cinta del cineasta alemán parece fundir la naturaleza de ese personaje con otra que desconoce por completo y, por ende, nunca llega a comprender más que como un pretexto de salida. Una salida que se podrá producir o no finalmente, pero sin duda marcará por sí sola la corriente de dos elementos opuestos destinados a seguir sendas que quedan mucho mejor marcadas por el servilismo de una visita complaciente, que por la propia convivencia de dos mundos que nunca llegarán a puntos equidistantes.
Larga vida a la nueva carne.