No es descabellado afirmar que La cabaña en el bosque forma parte del Nuevo Cine del Siglo XXI si apelamos al mismo en tanto que corriente renovadora de géneros y estilos. Recordemos, por ejemplo, los casos de Los vengadores (Joss Whedon, 2012), Los miserables (Tom Hooper, 2012) o Posesión infernal (Evil Dead 2013) (Fede Álvarez, 2013), en donde la corriente mencionada no solamente liberaba a dichas películas del reconocible sello Neoclásico, sino que además nos ofrecía una revisión de género basada en el uso del mismo como mero vehículo. En el caso de Los vengadores, se empleaba una simpática autoparodia del género de superhéroes con el fin de lograr una humorística película de aventuras, en Los miserables, el musical no era sino una excusa para plantear un impresionante drama social, mientras que en Posesión infernal el gore era usado como metáfora del proceso de desintoxicación de una heroinómana. Hablamos de algo parecido a una toma de conciencia, de la asunción por parte de una película de su propia naturaleza genérica y de la reescritura a partir de este punto de sus propias reglas. Algo muy parecido a ello encontramos en la opera prima de Drew Goddard, un hecho nada extraño si tenemos en cuenta que tanto en la producción como en la escritura del guión podemos encontrar a su colega Joss Whedon.
Pero esta vez no nos encontramos ante una revisión genérica empleada como fin para llegar a un punto determinado, sino la revisión es el objetivo en sí. Es decir, Goddard realiza una exposición de todos los clichés y tópicos del género de terror que sencillamente se justifican por su condición cómico-metafísica, o dicho en un lenguaje más vulgar, por cachondearse de sí mismos. Sin desvelar aspectos importantes del argumento, digamos que lo que presenciamos es una especie de juego de espejos en donde se plantea una reflexión sobre la importancia de la participación del público en la aventura, según la cual éste es un elemento imprescindible en la narrativa del terror: el público no es otra cosa que un cómplice que, como ya sucediera con Funny Games (Michael Haneke, 1997), condiciona la aptitud de los personajes y los conduce a un desenlace preestablecido. Se trata de una reflexión que va cobrando forma a medida que la película avanza y el espectador va entendiendo qué es lo que en realidad contempla, y lo más curioso es que, desde mi punto de vista, cuanto más evidente se torna esta reflexión menos interés posee el film. Pues lo mejor de La cabaña en el bosque lo encontramos en su primera mitad, especialmente en su arranque, cuando los personajes no parecen otra cosa que los protagonistas de una película de terror estándar.
Pues el caso es que, a pesar de su apariencia de cliché, tanto los cinco jóvenes dispuestos a pasar el fin de semana en medio de la montaña (es decir, a convertirse en carne de cañón de una tópica película de terror) como los dos secundarios ajenos a la acción (aunque enigmáticamente relacionados con la aventura) resultan tremendamente interesantes, pues son presentados mediante divertidísimas secuencias dotadas de inspiradísimos diálogos. En resumen, la presentación de personajes es brillante e irlos conociendo supone un verdadero placer (pienso en la gamberra secuencia que es la aparición de Marty o en la divertida conclusión del diálogo entre los tres primeros personajes de la joven pandilla que conocemos —“no llevas pantalones”—). Vamos, que lo que presenciamos es el despliegue de cinco caracteres que, a pesar de ser (conscientemente) tópicos, resultan tremendamente creíbles y nos regalan magníficas secuencias igualmente vinculadas a clichés: recordemos la inquietante – al mismo tiempo que divertida – escena en que la joven pandilla conoce al misterioso y solitario personaje que habita en la gasolinera abandonada. Como entredije, escenas ya vistas en incontables ocasiones pero igualmente excelentemente planteadas.
Y de hecho, en ellas ya existe cierta intención metafísica; es decir, se aprecia en este despliegue de personajes cierta autoconciencia ya dispuesta a parodiarse a sí misma. Por ello no nos sorprende que determinadas secuencias introductorias al “espectáculo terrorífico” estén dotadas de cierto tono cómico, como el descubrimiento del sótano o el inquietante baile de Jules con la cabeza de lobo disecado. De ahí que, desde mi punto de vista, resulte innecesario el giro argumental a partir del cual la “gamberrada metafísica” (no se me ocurren otras palabras para describirlo) se convierte en la principal protagonista del film. Es cierto que a partir de entonces salen a relucir las verdaderas intenciones de Drew Goddard y que su reflexión queda plasmada con toda claridad, pero ello es a costa del interés hacia una historia que hasta entonces estaba logrando excelentes resultados. Aún así, todo hay que decirlo, la película todavía nos depara al menos un par de secuencias tan inesperadas como divertidas, que logran, cuanto menos, que el espectador salga sonriendo de la experiencia. Con todo, un descubrimiento entretenido y nada molesto que en cierto modo revisa las normas del género terrorífico; altamente recomendable a todo aquel que se considere fan del mismo.