Muchas veces nos hemos planteado lo maravilloso que sería poder estar en el cuerpo de un animal. ¿Quién no ha soñado alguna vez el convertirse en un pájaro y poder viajar a cualquier parte? ¿O ser un caballo y trotar por las verdes praderas? Siempre que pensamos en la forma de vida animal, la idealizamos hasta tal punto que sólo vemos sus ventajas. Pero lo que nos demuestra Wolf Children (o Los niños lobo, tal y como se ha traducido a nuestro idioma) es que la dualidad humano-animal supone un serio problema tanto de cara al exterior como en la personalidad de cada individuo.
En efecto, lo que el realizador japonés Mamoru Hosoda (director de Summer Wars y la grata La chica que saltaba a través del tiempo) nos propone con su primera historia personal es el conflicto que atraviesa el ser humano cuando tiene que elegir entre dos caminos. En este caso, la historia se plantea desde el punto de vista de Yuki, que narra la vida de su madre Hana después de que conociera a su futuro padre, un hombre lobo reticente al trato con los otros seres humanos. Tras un conmovedor suceso, Yuki y su hermano Ame deberán tomar la decisión de si quieren ser personas o lobos. Ella, extrovertida, se divierte siendo un animal que atemoriza al resto de las especies y que disfruta de la libertad otorgada por la diosa naturaleza. Ame, más introvertido, rechaza por completo la personalidad animal y se entristece al pensar que nunca pueda volver a ser un humano normal. Sin embargo, con el transcurso de los acontecimientos la cuestión volverá a surgir y atormentará a ambas criaturas.
Aquí, Hosoda intenta reflejar la lucha que tenemos los seres humanos por aceptarnos a nosotros mismos y cómo el mundo exterior moldea nuestro carácter. Todo ello lo expresa de una manera bellísima, tanto en el (fabuloso) aspecto visual como en el propio guión, que facilita al espectador identificarse con los personajes por mucho que estemos hablando de una película de animación. La escena en la que se produce la desgracia ya mencionada, está narrada de forma sublime, sin que podamos atisbar ningún cliché de esos que buscan la lágrima fácil en vez de ahondar en la mente del espectador como hace aquí el autor japonés.
Con todo, es cierto que la película hay que creérsela para disfrutarla. Parece una evidencia, pero la animación japonesa suele resultarle muy lejana, tanto en la forma como en el fondo, al espectador occidental medio. Hay que valorar los caracteres propios de la civilización japonesa para analizar obras como ésta en su justa medida, sin plantearnos por qué sucede esto en vez de aquello, o lo típico de “si me pasara a mí, no hubiera hecho eso”, un aspecto que ya fue criticado por algunos en obras como La tumba de las luciérnagas por tomar como supuestos los rasgos de nuestra sociedad, sin pensar antes en la prevalencia del grupo sobre el individuo aceptada socialmente en el país nipón.
Dejando de lado todas estas reflexiones, Wolf Children también es una película ideal para que los niños aprendan a respetar el entorno natural. Es una lástima que la obra de Hosoda haya tenido tan poca relevancia más allá de los fans del anime (como suele pasar con todo lo que se hace en Japón fuera de Ghibli), porque sería un regalo navideño perfecto para la infancia, por encima de algunas producciones de animación occidental que este año han intentado imitar a Píxar con más presupuesto que ideas.