Nacido en la década de los sesenta y con una educación marcada por una madre antropóloga (escritora del libro Mitos y Leyendas de África del Sur) con la que viajó documentándose sobre el folklore y la brujería en el continente africano, seguramente ello sería lo que marcaría el cine de Stanley. Un cine que empezaría a imprimirse tras estudiar Antropología al igual que su figura materna y tener que trasladarse a Londres, donde se unió a un taller para jóvenes cineastas ya en la secundaria para crear el que sería su primer cortometraje, Rites of Passage, un trabajo en el que el cineasta de origen surafricano empezaría a explorar ya los recovecos del misticismo en el cine a través de la historia de un hombre moderno perseguido por los recuerdos de una vida anterior como hombre de las cavernas. Con él, ya ganó su primer trofeo estudiantil, lo que le incentivaría a rodar Incidents in an Expanding Universe, el que podría definirse como germen de su primer largometraje, Hardware, programado para matar. En él, ya empezaban a emerger las constantes de un cine particular e independiente donde un mundo post-apocalíptico, esos páramos desérticos tan propios del universo de Stanley, la aparición de la máquina (incluso anexionadas al cuerpo humano) y el sonido radiofónico como complemento de una humanidad apocada al olvido empezarían a sentar las bases de un cine que, tras dos trabajos realizados en el ámbito estudiantil, darían, como ya hemos comentado, con su primer trabajo en largo allá por 1990.
Hardware, que continuaba con las constantes de su anterior mediometraje y amplificaba el tono en un universo teñido de rojo, completamente desesperanzador y ataviada con un tono alucinado que es, probablemente, una de las mejores virtudes de la obra de Stanley, nos situaba de nuevo en ese futuro post-apocalíptico para, a través de una historia tan sencilla como demencial, hablarnos sobre la relación entre el hombre y la máquina ligadas por un halo místico, casi chamánico —acuciado por ese fantástico y revelador final—, y detonar la esencia de un cine que nos mostraba cómo un artefacto post-Terminator podía arrojar mucha más luz que el popular film de Cameron al futuro, siendo bastante más incisivo e incluso otorgando detalles reveladores sin necesidad de ser abiertamente crítico con el devenir de nuestra sociedad. Más bien al contrario, pues Stanley prefirió tejer un relato en el que la máquina (ya integrada, desde buen principio, en el brazo del protagonista) se alza como nuestro final en un film poblado por personajes de diversa índole que todavía intensifican más esa atmósfera tan delirante lograda con unos parámetros tan simples. Tras lo que podría parecer otro de esos trabajos que aprovechaban el tirón de máquinas como depredadores de hombres iniciada una década atrás, se esconde un film único en el que las paradojas son la perdición de una especie que ni siquiera sabe cómo actuar ante lo que ellos mismos han creado.
Justo dos años después, y antes de uno de los episodios más negros en su carrera, llegaría su segundo y último largometraje de ficción hasta la fecha: Dust Devil. Los parámetros que ya había fijado en Hardware, adquirían en Dust Devil un tono distinto en el que, para no llevarnos a engaño, seguían deslumbrando algunas de las constantes que hicieron de su debut una ‹rara avis› tan especial. Principalmente, ese misticismo que recubría de nuevo la obra para hablarnos de un extraño ente demoníaco cuyo ser se alimenta de personas débiles, pendientes de un hilo. En esta ocasión, sin embargo, Stanley nos enmarca en el África de aquellos días, aunque trazando analogías con sus propuestas post-apocalípticas: los desiertos siguen ejerciendo de escenario principal, el agua continúa pareciendo un elemento catártico (en Hardware, su protagonista tenía sueños sobre que llovía, aquí un esclarecedor cartel en una estación anuncia un conciso «Pray For Rain» —reza por la lluvia—) y, en especial, retorna a ese componente místico del que ya hemos hablado, aunque esta vez conectado con seres sobrenaturales que pueblan un film ciertamente más descompensado que su debut, pero con una esencia tan personal e intransferible como el de aquel. Esa descompensación, no obstante, obtiene cierto equilibrio cuando Stanley nos habla de sus personajes mediante sueños o un ‹off› que, pese a poder parecer eminentemente aclaratorio, tampoco termina de desvelar las claves de una cinta que logra obtener esa estabilidad con una conclusión que se rinde en su totalidad a los recovecos más espirituales de Dust Devil, además de dejar en el camino imágenes tan potentes como definitorias que exponen la importancia del componente visual en el cine de Stanley y le otorgan una importancia primordial al cromatismo de la imagen.
Tras Dust Devil, Stanley dedicaría unos años a la realización de videos musicales (aquí sobresale su trabajo Brave, para la banda Marillion, de casi una hora) hasta que, en 1996 y tras cuatro años desarrollando el proyecto, empezaría a dirigir su tercer film, una adaptación de la novela de H.G. Wells, La isla del Dr. Moreau. No obstante, Stanley no duraría ni una semana tras las cámaras (fue despedido al cuarto día de rodaje), y sería finalmente reemplazado por John Frankenheimer. Tras un final funesto para el que iba a ser su nuevo largometraje, el surafricano decidió tomarse un tiempo y no fue hasta 2001 cuando decidió volver a ponerse tras las cámaras en el rodaje del documental The Secret Glory, film que narra la aventura espiritual de un joven oficial nacional-socialista en su búsqueda del Grial, y que le llevaría a varios lugares emblemáticos de la ruta del Grial, donde entrevistaría a todo tipo de testimonios relacionados con el tema que, cómo no, entroncaba directamente con ese cine que había realizado el director hasta el momento. Dos años más tarde rodaría The White Darkness, sobre el ‹voodoo› moderno en Haití, y a partir de ese instante dejaría aparcada su faceta como director de largometrajes para empezar a elaborar cortos. El primero de ellos, una de las piezas de la película episódica Europe – 99euro-films 2 tiene una co-relación directa con la temática de su primer cortometraje, aunque toma hallazgos visuales de Dust Devil para describir el periplo de un ser que, como ya acontecía en Rites of Passage, encontraba un propio Yo continuando ese juego de espejos del que ya hablaba también en su Dust Devil. Más tarde, y mientras desarrollaba el guión de Los abandonados, el debut en largo de Nacho Cerdà, filmaría la que es, quizá, su mejor pieza en corto, y es que en The Sea of Perdition recurre de nuevo a temáticas pasadas y presentes en su filmografía, pero a través de un estilo visual que recuerda extrañamente a su debut en largo, Hardware, y complementa a la perfección esa historia de seres que, en su errante periplo, se topan con aquello que nadie desearía: su propia configuración espacial. Ya en 2011, filmaría el más (que no totalmente) convencional de sus cortometrajes para otra película de episodios, The Theatre Bizarre. Y qué mejor que una pareja de estadounidenses explorando el viejo continente para realizar su trabajo más alejado de todo lo que había hecho hasta entonces, eso sí, sin abandonar esa temática mística tan suya que aquí llevará a esa pareja a la exploración de símbolos tribales en Europa para terminar… como suelen terminar este tipo de cosas, vaya.
A día de hoy, Stanley todavía sigue en activo y, de hecho, se encuentra rodando su nuevo documental, L’autre monde, además de ir a realizar un segmento para otro film de episodios, The Profane Exhibit (en el que también participan viejas glorias como Ruggero Deodato), e incluso trabajando en el guión del que será segundo largo de Nacho Cerdà, I Am a Legion. En definitiva, parece que Richard Stanley continuará con lo suyo: sus temas afines, sus cortometrajes… pero quién sabe qué hubiese acontecido a un cineasta que ya por siempre más será maldito de haber tenido libertad creativa en un universo, el cinematográfico, que en ocasiones se antoja tan cruel y desolador como el suyo propio. Una desolación que, por suerte, el propio Stanley combate con muchas ganas y una independencia por bandera que ya querrían para sí tantísimos cineastas que sí, puede que vayan a ser más recordados que este particular director, pero a los que quizá la admiración profesada por un tipo que un día pudo hacer su cine del modo que quiso, les quedará más lejos. Por ello, servidor siempre recordará Hardware como una de esas piezas únicas de una cinematografía que en pocas ocasiones habrá tenido la osadía y los redaños de realizar algo así.
Larga vida a la nueva carne.