Apadrinada por Jaime Romandia, el productor habitual de Amat Escalante y Carlos Reygadas, las conexiones con el cine del autor de Post Tenebras Lux están a la vista de todos: desde ese ritmo moroso que aprovecha su faceta visual para construir atmósferas de lo más potentes, hasta la exploración de diversos temas entorno al ser a través de su cuerpo, sin dejar de lado una temática que se mueve en entornos muy distintos a un cine mejicano que parece haber marcado un cambio con la llegada de los cineastas citados, y que ha ganado tanto en recorrido por distintos festivales, como en una identidad que ya será difícil arrebatarles en vista de trabajos como Japón, Luz silenciosa, o la más reciente y polémica Heli.
Así, el ‹mondo zombie›, que desde Romero (El día de los muertos) hasta estos últimos años (con la independiente Colin) había otorgado protagonismo al zombi más como ente en sí que otra cosa, toma una nueva concepción en un film marcadamente autoral que no duda en radicalizar su propuesta, y aunque Halley pudiera recordar más a una propuesta reciente como Thanatomorphose debido a la descomposición que padece su protagonista, su director deja claro el terreno que pisa en todo momento, marcando las pautas mediante tanto algún que otro diálogo como a través de la propia situación del personaje central.
Hofmann nos sumerge en la rutina de Beto, un personaje solitario y parco en palabras que trabaja como vigilante en un gimnasio, pero debido a su nueva condición se verá obligado a abandonar su empleo, algo que repercutirá en la relación con su jefa, quien intentará entablar contacto con Beto a partir de ese instante. Hofmann no nos muestra ni con «flashbacks» ni con off el día a día anterior a esa nueva naturaleza de Beto, y la básica interacción con el resto de personajes da a intuir que ese nuevo estado no ha repercutido en la rutina habitual del protagonista.
De planos estáticos, que nos llevan desde generales y medios (enfatizando así su soledad) hasta planos mucho más cerrados que parecen buscar una mayor interiorización entorno a las heridas de ese personaje. El cromatismo de la imagen, que conduce el relato más bien hacía tonos más fríos, ayuda a construir esa atmósfera que sirve como uno de los principales conductores del film, y que encuentra en algún que otro juego de iluminación entorno a su protagonista algunos de los momentos más inquietantes y cercanos a esa condición zombi en esta Halley.
Los tintes existencialistas que maneja Hofmann y ese tono en cierto modo lacónico nos trasladan a un paralelismo con el propio título del film, que define esa existencia efímera que se apaga ante la lejanía del contacto humano. Ello sirve para comprender ese periplo desde otro punto de vista que, sin ser más cercano, sí sirve para atisbar como mínimo el sentir que circula entorno a un personaje de apariencia frágil y aislada que culminará con alguna que otra dura secuencia a través de la cual el espectador ya puede terminar de atisbar la conclusión de este hipnótico y fascinante retrato: la huida a través de un paraje totalmente deshumanizado donde las últimas hebras heladas brotando de una placa helada parecen ser el resquicio final de una existencia dirigida a quebrarse irremediablemente.
Larga vida a la nueva carne.
A mí si me gusto mucho la película, no la identifico como del género de zombis porque me desagrada ese género, más bien la veo como metafórica, porque pretende sensibilizar como es la vida de una persona que padece una enfermedad crónica orgánica que sabe que su enfermedad no tiene cura, expresa la lucha cotidiana de un enfermo entre el mundo de los «sanos» principalmente cundo la enfermedad no se ve a simple vista, las personas le tratan como a uno sano, pero aunque la enfermedad permite trabajar tiene que cargar el martirio de la enfermedad, de esta manera se trata de generar una empatía hacía las personas en estas condiciones.