Mujer Conejo (Verónica Chen)

Dijo Francis Ford Coppola en una ocasión, que lo peor que le puede ocurrir a un director es que su película trate de ser valiente y arriesgada pero se quede solo en pretenciosa. Del mismo modo contraproducente, otra merma insalvable es que un filme presente un punto de partida tenso y estimulante pero el desarrollo de su abanico argumental se suceda deslizándose de puntillas, sobre la superficie, en lugar de hacer más ruido que un elefante en una cacharrería.

Mujer Conejo no abarca el desagradecido planteamiento de la primera propuesta pero sí, en buena medida, de la segunda. Una línea temática basada en la miserable radiografía urbana del control de las mafias chinas sobre la policía argentina es, a priori, un prometedor comienzo para presentar un relato áspero, sucio e incómodo de oscuras aristas que devengan en un estudio de la tortuosa naturaleza humana. Esta sería su teoría procedimental, ya que en su práctica, en el resultado narrativo de la propuesta, la mirada de Verónica Chen se queda muy lejos de conmocionar o perdurar en carne viva.

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Ese sombrío paisaje de rutinas inhumanas y delictivas se nos presenta como un hábitat simplemente inhóspito y desdeñado, con desaprensivo amparo en la atención caritativa. Provoca rechazo pero no desesperanza. Provoca conflicto pero no indignación. Su contemplativa ejecución no alcanza el estadio de gravedad existencial o reivindicación denunciadora que un planteamiento con tanta sangre existencial podría haber aprovechado.

Chen no acaba de perpetrar en su puesta escena la calculada borrosidad con la que sus personajes necesariamente se muestran alterados, confusos y perdidos.  Contrario a ello, la ausencia de una remarcada densidad descriptiva de los caracteres, encabezada por su personaje femenino protagonista, nos aleja persistentemente de un despliegue espacial que debería ser electrizante pero se queda en superfluo y neutral. Así mismo, se necesita en el espectador una amplia prueba de fe para justificar la verosimilitud de ciertos acontecimientos y la asunción de las decisiones y principios que definen, o que precisamente no acaban de definir, a nuestra errante heroína. La absoluta falta de nobleza del elemento popular ajeno a los protagonistas y la hondura pavorosa de su mezquindad son absolutos que solo se confirman en la película como activo programático, no como tangibles o demostrables en la imagen.

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Otro aspecto relevante, y a su vez contradictorio, es el uso de pequeños pasajes de animación insertados durante la trama en imagen de carne y hueso. Lejos de recordar al trabajo de Katsuhito Ishii para Quentin Tarantino en Kill Bill Vol. 1, donde complementaba y potenciaba la factura técnica de su habitual catálogo de violencia desenfrenada y satírica, en Mujer Conejo estas estancias parecen funcionar como coartadas, como parches de montaje para suplir un más que posible limitado diseño de producción. Aventurarse a esta conclusión es resultado de su utilización puntual y arbitraria en la trama, y su función artística, apelando a la plasticidad de las imágenes, es del todo opaca y estática.

Pese a no resultar irritante o irascible, y valorando su loable propuesta de denuncia y grito contra la podredumbre de la injusticia, resulta en último término desconcertante que la conjugación audiovisual de esas pretensiones narrativas se desaproveche de tal forma que el conjunto se acabe presentando como un batiburrillo un tanto deslavazado al no extraer de ese montaje alternado demasiada consecuencia dramática.

Una película que, en definitiva, no acaba de insuflar la fuerza visual y temática que sí presenta en bruto su línea eminentemente social. Su carácter es contemplativo y observacional cuando debería ser histérico y furioso, y ello dificulta el efecto de choque empático, algo que, en el último acto de la película, se antoja apresuradamente rematado y de imprevisible extrañeza.

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