La historia nos ha acabado demostrando un axioma muy peculiar: las guerras generan arte. Con cada conflicto bélico, los sentimientos humanos afloran hasta tal punto que es en estos períodos cuando se desarrollan varias de las obras artísticas que perduran en el tiempo. Este punto de vista queda sintetizado a la perfección con una reflexión del ficticio personaje Harry Lime en la extraordinaria película El tercer hombre (Carol Reed, 1949): «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras matanzas, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!».
Con tal idea como trasfondo, Fernando Trueba dirige la vista en El artista y la modelo a un pequeño pueblo de la Francia ocupada por los nazis, y que se encuentra muy próximo a la frontera con España. Allí vive Marc (Jean Rochefort), un veterano escultor francés cuyo tema de trabajo radica exclusivamente en el cuerpo femenino. Léa (Claudia Cardinale), que otrora fue su más distinguida modelo, le presenta un día a Mercé (Aida Folch), una joven vagabunda desterrada de España y que salió recientemente de un campo de concentración. Entre ambos, el artista y la modelo, se desarrollará una relación fría, que parece plantear muy poco fuera del ámbito estrictamente laboral.
La hermosa fotografía, en blanco y negro, le sirve a Trueba para dar mayor peso a un guión con poca mordiente. En efecto, la trama apenas logra avanzar de su punto de partida y ni siquiera una emotiva (y algo forzada) escena entre los dos protagonistas puede dotar de más alma a una obra que peca de cargante durante muchos minutos. Pese a que es notable el empeño del director por huir de ciertos tópicos, existe un elevado riesgo de que el espectador se quede al final con la sensación de que desde los primeros minutos ya sabía cómo iba a terminar la película.
Más allá del aspecto visual, el punto fuerte de El artista y la modelo se encuentra en su dúo protagonista. Tanto Rochefort como Folch hacen buenos sus papeles gracias a que no los agrandan de manera artificial. En efecto, aunque resulte paradójico, el no ofrecer una actuación desmesurada, propia de un cazaoscars cualquiera, provoca que la obra no caiga en una trivialidad que hubiese sido fatal.
Asimismo, llama la atención cómo Trueba huye casi por completo del conflicto bélico que se desarrolla a la par que la acción. Salvo un par de retazos (en uno de los cuales hay que aplaudir al autor por su descripción del teórico malvado), el director se centra poco más que en el hogar del artista. Parece evidente señalar que la guerra no llega a todos los lugares, pero si atendemos a cómo otros cineastas terminan distorsionando un contexto bélico hasta transformar el producto en una película de acción, es justo admirar que en esta obra no se haya sobrepasado tal límite.
Con todo, El artista y la modelo es una película que termina haciendo justicia al mundo del arte que su director intenta glorificar, pero que no deja excesivo poso ante su flagrante conservadurismo. ¿Hubiera merecido la pena correr un mayor riesgo a expensas de que el resultado final pudiese haber sido grotesco? Sólo lo sabrán Trueba y el coautor del guión, Jean-Claude Carriere, pero lo que sí está probado es que muchos espectadores no reservarán un pedazo de su corazón cinematográfico a una obra que no conmueve ni hace reflexionar, por muy bien trabajada que esté desde el punto de vista estético.