La boda se está convirtiendo en los últimos años en el espacio ideal para albergar comedias románticas para todos los gustos, y desde Oceanía (Una boda de muerte) hasta Europa (White Night Wedding), pasando por Asia (La boda del monzón) y, como no, Norteamerica (American Pie 3), los mejores planes de matrimonio pasan por el támiz de cineastas tan diversos como distintos entre ellos y capaces de dotar a cada ceremonia con los requisitos necesarios para que todo fluya con la mayor naturalidad posible y el humor surja a borbotones de tanto en tanto.
En ese sentido se podría decir que Ariel Winograd, ayudado por un libreto de Patricio Vega (guionista de series como Los simuladores, y habitual de Hernán A. Golfrid, director de Tesis sobre un homicidio), ha logrado el que se debería suponer objetivo central de una comedia como Mi primera boda.
Si bien es cierto que, como toda comedia actual que se precie, el cineasta argentino (quien hace unos años debutara con Cara de queso) acude a los tópicos para desarrollar la acción e incluso moldear algún que otro personaje, el mayor acierto es el hecho de que su trabajo no ofrezca una constante sensación de «déjà vu», principal peligro que podría correr una propuesta destinada, ante todo, a servir de entretenimiento al espectador y hacer que durante los poco más de 100 minutos de duración no resulten eternos, y que consigue esquivar con habilidad en casi todo momento.
Aunque Mi primera boda debería ser entendida como una distracción menor, Winograd se ocupa de, a través de cada personaje, dejar pequeñas y curiosas reflexiones que laten tras un film que también se atreve a conferir un tono distinto, dando voz incluso a algunos de sus personajes secundarios que median, entre diálogos, como voz de prejuicios e inquietudes ante eventos de ese tamaño.
Su mayor representante, queda expuesto en el personaje de un Imanol Arias que tiene aquí uno de esos llamados papeles caramelo que, además de funcionar a la perfección en el marco creado por Winograd, no interfiere más de lo debido e incluso en ocasiones parece funcionar, casi sin quererlo, como catalizador entre los dos protagonistas.
Otra de sus grandes virtudes es que Mi primera boda no necesita funcionar exactamente como una típica comedia de enredos (aunque algo de ello tiene) y, a través de un simple error cometido por su protagonista, Adrián, sabe como explotar las posibilidades, si bien en ocasiones forzando alguna que otra situación (la de la tarta, o esa huida final), también acertando con algunas secuencias realmente memorables (como ese adiós a la dieta de Leo, con el consiguiente desarrollo de un ramalazo de lo más psicótico y genial).
Con un Daniel Hendler que quizá no está tan inspirado como en otras interpretaciones (a destacar, por ejemplo y en el terreno humorístico, su magnífico papel en la recomendable Fase 7), pero aun así cumple con suficiencia, y una Natalia Oreiro simplemente magnífica y despampanante, Winograd sabe sacar el jugo necesario a sus actores, tanto a los centrales, como a un elenco de secundarios en el que pocos errores se dejan entrever, y destacan, además de Arias (que poco más necesita con ese gran papel), Soledad Silveyra en el genial papel de madre de Leo y la pareja de curas (uno, padre, el otro, rabino).
Quizá en alguna que otra ocasión se eche en falta un poco más de disparate y desenfreno, pero lo cierto es que como comedia romántica al uso Mi primera boda ofrece exactamente lo que promete, ni más ni menos, adecuando además cada instante a las circunstancias de un trabajo con las suficientes dosis de humor como para que incluso el ya consabido final, más que un estorbo, esté despachado con la frescura suficiente como para que el sabor de boca sea suficientemente bueno.
Larga vida a la nueva carne.