Richard C. Sarafian empezó su carrera, al igual que tantos otros, dentro del circuito televisivo, dirigiendo capítulos para series como Lawman, Jericho, Jim West, Yo, espía o La ley del revolver, mientras compaginaba esta labor catódica con la realización de unas pocas películas hoy prácticamente olvidadas e inencontrables (Terror at Black Falls, Andy, Los pasos del miedo).
Habrá que esperar a 1971 para ver la que es probablemente su obra maestra y uno de los títulos seminales del nuevo cine estadounidense, Punto límite: Cero, thriller seco y airado imbuido de un halo de tragedia cualquier cosa menos gratuito. Esta película, en su sencillez taciturna y elocuente, expresaba el malestar de la sociedad en unos tiempos convulsos y cambiantes, con el flower power, el racismo y Vietnam viciando la atmósfera en las calles y agitando las conciencias de los ciudadanos, y lo hacía con la cortante eficacia y brillantez de la mejor serie B, pasando a convertirse (junto a títulos hermanos como Easy Rider o Carretera asfaltada en dos direcciones) en uno de los más virulentos, amargos y desencantados manifiestos libertarios que ha dado el cine norteamericano en toda su historia, paradigmas, a su vez, de la road movie existencialista y terminal (especialmente en el caso de Hellman, de desenlace igual de violento, a su modo, que el de la cinta de Sarafian).
Ese mismo año, nuestro hombre quiso trasladar parte del espíritu aplicado a Punto Límite: Cero (el individuo enfrentado a un entorno hostil, de apariencia extraña y casi mutante) en la película de aventuras El hombre de una tierra salvaje, western desnaturalizado y meditabundo que buscaba la trascendencia (como en buena parte del cine de Herzog) a través de la observación del contacto entre el individuo y su entorno, en este caso un desértico y abstracto paisaje americano punteado por una iconografía casi apocalíptica (ese oscuro barco varado…). Sin alcanzar, en absoluto, el nivel de su cinta previa, El hombre de una tierra salvaje demostró la coherencia de un director dueño de una mirada personal, hosca e inquieta, que aplicó a películas posteriores de diverso género y con desigual acierto (El hombre que amó a Cat Dancing, El árabe, Sol ardiente, El oso…).
Ayer asistimos a la triste noticia de su fallecimiento, pero el mal trago se digiere mejor sabiendo que ese grito punk de rabia y libertad que es Punto Límite: Cero sigue siendo una genuina demostración de la supervivencia y vigencia de un cine indómito y fuertemente conectado a la realidad… No dejemos que su eco desesperado se pierda en el ambiente, más ahora que andamos algo huérfanos de cine valiente y honesto, y acosados por un contexto político, social y económico tan agresivo, oscuro y deprimente. Sigamos, decididos, por esa carretera solitaria, sin miedo a chocar frontalmente contra la miseria de las cosas…