Jesús Franco contó en una ocasión que, más que un cineasta, se sentía un músico de jazz que hacía películas. No es de extrañar, pues, que el jazz haya estado presente en su cine prácticamente desde sus inicios. Sí resulta más inusual el grado de importancia que éste adquiere en una película como Venus in Furs, que de hecho fue inspirada –según dicen– por un solo de trompeta de Chet Baker, uno de los ídolos de Franco. Aquí el jazz es algo así como el líquido amniótico en el que flota la materia narrativa que constituye la película, una suerte de pesadilla de tonos pop y ecos hitchcockianos y sadianos (podemos detectar tanto la sombra necrófila de Vértigo como las habituales inmersiones en los placeres del dolor del ínclito marqués, tan recurrentes en la filmografía del director) sobre el deseo y la muerte, o sobre los límites del placer y sus consecuencias.
El desarrollo dramático es vago, incierto, supeditado a una lógica onírica de inclinaciones más poéticas que narrativas. De ahí que la noción temporal aparezca difuminada desde el principio (la cinta se abre con el protagonista cuestionándose si ha pasado un día, una semana, un mes o un año desde lo sucedido), desdibujando, de paso, esa fina línea que separa lo real de lo imaginario, lo vivido de lo soñado. En este territorio inestable, más carne de subconsciente que materia tangible de lo real, el elemento musical adquiere especial relevancia, acercando o alejando los acontecimientos que se narran al precipicio de lo ilusorio o, bien al contrario, manteniéndolos en un confortable pero engañoso espacio de normalidad que es, en última instancia, la clave del suspense que recorre la película durante todo su metraje. ¿Qué es Venus in Furs: una ensoñación, una narración fantástica, un thriller con trampa?
En la escena de apertura podemos ver a James Darren en una playa vacía, completamente desorientado (prácticamente amnésico), desenterrando un estuche en cuyo interior descansa una trompeta. Como sugiere el personaje, la trompeta es su voz, la forma que tiene de expresar su mundo interior, y será a partir de este hallazgo en la playa, de esos primeros acordes que salen del instrumento, cuando la sórdida historia que centra la película empiece a tomar forma, partiendo (como en Twin Peaks, y de Lynch habrá que hablar después) del cuerpo sin vida de una joven que el propio Darren encontrará flotando a la orilla de la playa, inmediatamente después del suceso de la trompeta. No es que la música conjure a la misteriosa dama muerta, pero en cierto modo la resucita, y con ella ese plan suyo de venganza en el que la joven, regresada de entre los muertos, saldará cuentas con sus asesinos cual mantis religiosa: a través de la seducción y la promesa de un placer supremo que, obviamente, desembocará en éxtasis paralizante, en la misma muerte.
La historia, brumosa en su atmósfera y atada a lo irracional en su significado, en realidad adopta una narrativa concisa y sencilla, no estrictamente lineal (cómo serlo, si el tiempo y la misma realidad se adivinan cuestionables), pero definitivamente legible en su previsible proceder. Como en otras obras de Jesús Franco, la cinta supone, en esencia, la crónica de una venganza, esta vez con coartada fantástica (quien se venga está teóricamente muerto), pero sin mayores sorpresas en su desarrollo. Lo interesante es, pues, la forma en que Franco decide contarla, priorizando un clima irreal y turbio construido a través de la combinación de diversos elementos. Por una parte, la citada banda sonora, firmada por Manfred Mann y Mike Hugg. La música, omnipresente, acomete registros hipnóticos, a ratos casi de pesadilla, para resaltar el componente onírico del relato, al tiempo que admite intrusiones sonoras dentro de la propia música que funcionan como pura disonancia, resaltando ese momento en que la realidad se quiebra, haciendo vibrar en pantalla la inminencia de la amenaza.
A este componente musical hay que añadir una estética refinada y decadente, de pecaminosos clubes de jazz y ciudades extrañas y fantasmales como Estambul. Personajes ambiguos se mueven en recintos que parecen materializaciones del inconsciente, con alfombras y paredes de un rojo netamente onírico, el mismo que años después utilizaría Lynch para dar forma a sus inquietantes narraciones (también, como las de Franco, con un pie en los sueños y otro en la realidad). Son escenarios que acogen las pulsiones enfermizas de los personajes (los arrebatos de deseo de Kinski y sus secuaces, recién salidos de una obra de Sade; la expeditiva venganza de Maria Rohm, letal cadáver exquisito; la escopofilia culpable de James Darren, luego derivada en amor fou), dando al relato una pátina entre fantástica y surrealista, que se maximiza cuando Franco contempla las apariciones de Rohm como momentos detenidos en el tiempo, desgajados de la realidad. El devenir natural de la narración se ralentiza entonces, dando pie a set pieces imbuidas de un seductor y venenoso atractivo estético.
Por el camino, sin embargo, el romance entre Rita y el protagonista aparece algo desvaído, sin punch, y Franco no puede evitar que su narración incurra en algunas reiteraciones y vaguedades un tanto molestas. Pecata minuta para una película que, en su retrato de la fascinación que ejerce el súcubo interpretado por Maria Rohm sobre los diferentes personajes que la rodean, resulta no sólo efectiva, sino poderosa y ocasionalmente subyugante, amén de condensar gran parte de los temas y fetiches que más obsesionan a su autor: los cabarets misteriosos, el gusto por el onirismo, las imbricaciones criminales del deseo, el ejercicio cuasi-fascista del poder a través de la dominación sexual, el jazz como banda sonora del inconsciente, el vouyerismo, la venganza, la fascinación por lo mortuorio y lo decadente, el amor como puente hacia la demencia…
Sin lograr el refinamiento tanto estético como narrativo de la magnífica Miss Muerte, Venus in Furs supone un equilibrado ejercicio de estilo algo endeble en su plasmación argumental, pero absorbente, denso y melancólico en su construcción formal, dejando entrever la precisión escénica de un director habitualmente acusado de chapucero, así como una creatividad ya presente en su debut (Tenemos 18 años), y aquí manifestada en su uso de filtros de colores, cámara lenta, abstracciones escénicas cargadas de alusiones oníricas, o en esa arriesgada utilización de la música que comentamos anteriormente.
En definitiva, un irregular pero apreciable poema fílmico que Franco dirige con una seguridad inhabitual en él. O, por qué no decirlo, un hechizante y enajenado canto de amor a la figura de la femme fatale en su vertiente más fantasmal, aquella mujer soñada que nos abstrae de la realidad para acercarnos al peligroso abismo de la locura y de la muerte (y que aquí aparece con el rostro de Maria Rohm; años después lo hará con el de la terriblemente hermosa Soledad Miranda, en una película curiosa pero fallida: She killed in ecstasy).