Un perturbador sueño envuelto en una atmósfera cercana al tenebrismo es el perfecto preludio para Casa de tolerancia, quinto film de Bertrand Bonello que nos sumerge en un burdel entre el ocaso del siglo XIX y los albores del siglo XX; hecho verdaderamente revelador si nos adentramos en el trasfondo de una obra decadente que a través de un relato que ni es tal, ni se siente como tal, se introduce en el regazo de una casa que prácticamente termina cobrando entidad propia gracias a un esforzadísimo trabajo del cineasta galo. Ya sea por el cuidadísimo empleo de unos decorados que contrastan fabulosamente con una iluminación casi crepuscular, de tonos elegantes y ocres, o por una portentosa composición que nos descubre con intimísimo detalle cada rincón de ese lugar, la labor artística de Casa de tolerancia ya merece por si sola el esfuerzo —si es que esa palabra tiene cabida en una cinta donde el término “abstracción” cobra sentido propio y dota de un extraño y fascinante halo al conjunto— de sumirse en ese rincón de vicio y perversión en el que Bonello decide aposentar a sus chicas.
Un rincón este en el que se traza un retrato de tintes hiperrealistas adornado por esa fascinante aureola ya citada, y a través de él nos muestra lo que en otras condiciones se podrían definir como tiempos muertos pero que en Casa de tolerancia funcionan con vida propia, articulando un discurso en el que la naturalidad entre sus distintos personajes fluye con su propia energía y sus nimios quehaceres terminan alzándose como una de las partes más importantes de una obra que sabe embelesar con momentos de increíble factura sin perder esa esencia que la compone, una esencia en que los retales de vidas y situaciones se erigen como principal artífice de una función que todavía parece no haber dicho nada antes de enfilar una disertación que vale su peso en oro. No obstante, es en ese presunto vacío donde, casi sin quererlo, Bonello consigue una conexión emocional que hace de cada pequeña crónica de ese burdel una pieza fundamental para su película.
La disgregación de la imagen y la música también cobran un papel vital en un film donde esa partición de pantalla y esos vidrios múltiples construyen un juego de espejos alrededor de sus protagonistas, uniendo así fragmentos que sólo parecían encajar en un mismo marco por definición y lugar. El empleo —antes de llegar a esa disgregación— del sonido hace acto de presencia en sus primeros compases amplificando sensaciones y dando más vivacidad, si cabe, a un emplazamiento que araña un magnetismo fuera de lo normal; sin embargo, es cuando entran en juego los anacronismos donde aparecen dos piezas aparentemente —y digo aparentemente por el uso que realiza el cineasta de la continuidad musical— descontextualizadas como las magníficas Bad Girl y Nights in White Satin cuando Casa de tolerancia cobra más dobles sentidos al situar esporádicamente dos temas sin manifiesta relación —más allá de la concordancia entre imagen y sonido— en un marco que sigue trazando ese cerco decadente repleto de desazón.
De hecho, resulta sintomático que la secuencia más vivaz de toda la película se sitúe en un exterior justo antes de encauzar un último acto en el que esa decadencia de la que vengo hablando en todo el artículo se persona como no lo había hecho antes en el film. Así, la enfermedad, el terrorífico recuerdo de un maltrecho rostro, las huidas o desapariciones de determinados personajes, el frívolo exhibicionismo en torno a uno de ellos e, incluso, la muerte terminan llevando a Casa de tolerancia a un cauce desgarrador en el que una última escena que parece tener más de ilusoria que de real da paso a un plano definitivo verdaderamente demoledor; uno de esos planos que destapan al fin el tarro de las esencias y te hacen partícipe de haber presenciado una obra sin parangón e, indudablemente, una de las mejores de lo que llevamos de siglo, ya sea dejándote devastado o tendiendo una última lágrima que corre por tu mejilla pero jamás se antojará tan amarga como las de la propia Madeleine.
Larga vida a la nueva carne.