El humanismo entendido como arte, o viceversa. Para hablar de Adán Aliaga hay que quedarse con esas palabras. De acuerdo, el mundo no siempre es justo, a veces nos juega malas pasadas y la larga sombra de la oscuridad alcanza a quien no se lo merece. Pero el mal no siempre engendra mal, al menos si nos atenemos a la obra de Aliaga. Hay quien resiste y conserva su moral intacta.
Los personajes siempre tienen una carga, una tara que tienen que acarrear y con la que tienen que luchar. A veces, como en la recién estrenada Kanimambo, la tara es física, pero otras veces se trata de algo más psicológico y profundo, como los prejuicios a los que se enfrenta el protagonista en Estigmas, positivos y negativos. Pero si hay una película que retrata perfectamente lo que es el director alicantino es su opera prima, La casa de mi abuela.
En este documental se nos narra la relación entre una abuela de 75 años, Marita, que tiene lidiar con los férreos preceptos adquiridos en otros tiempos y que aun gobiernan su día a día. La rigidez de la anciana contrasta con la cándidez de su nieta de 6, Marina, que tendrá que ajustar su cándidez infantil, su curiosidad y sus ganas de descubrir el mundo con el modo de vida de su abuela.
Aliaga, ya desde el principio, se las apaña para encontrar lirismo en todos los escenarios. Una pared desvencijada, un atardecer nublado, un contratiempó doméstico. Trasladar melancolía desde tu propia visión a la del espectador no es tarea sencilla, pero en esta ocasión parece que se hace, además, con facilidad, como quien no quiere la cosa.
A ritmo lento, que una buena historia no madura con prisas, se va tejiendo una historia que no es solo la historia de Marita y Marina, sino la historia de las familias, de las generaciones occidentales y del cambio. La evolución en la educación, en los hogares, en el concepto de familia, pero contado con ternura. A través de escenas a priori cotidianas, como puede ser la higiene diaria de la abuela o ver a la niña en el colegio y jugando en el parque, vamos comprendiendo a ambos personajes.
La elección de Marita, a quien se quiere expropiar de la casa en la que lleva viviendo cincuenta años, no es casualidad, pues así su hogar se convierte en otro elemento más. Aliaga consigue reflejar también la personalidad de los lugares, como influye un espacio concreto en la vida de alguien. Aunque la casa está cayéndose a trozos a la par que su propietaria, como hace constar con desparpajo infantil su nieta en una escena, es la casa de Marita, y no quiere abandonarla por más problemas que la cause. Ella se va adaptando al deterioro, expresado a través de su hogar.
Quizá la parte donde más flojee este director, no solo en esta película, sino siempre, sea en el factor de denuncia social. Cuando pretende convertir su portentosa lírica en un instrumento de defensa de los desheredados, le falta algo. Porque parece que somete sus historias a una causa obligada, a un desencadenante, cuando es el artista de lo cotidiano, el que nos obliga a fijarnos dos veces en cada paso que damos durante el día para ver que nos hemos perdido.
Este debut de Adán Aliaga ya presagiaba la buena carrera que sigue conformándose. Aunque especialista en el documental, su obra de ficción Estigmas también lleva su sello. En Kanimambo pone la guinda con su historia, probablemente la más cuidada de las tres, que tiene pinta de ser un peldaño más en la escalera de este director hacia reconocimientos más grandes.