El último suspiro (Costa-Gavras)

«El diablo está en los detalles» (y el miedo a la muerte en todos nosotros).

El célebre refrán sobre la importancia de los pormenores respecto a situaciones en apariencia sencillas, se repite de pronto en unas cuantas ocasiones hacia el tramo final del último film del legendario director franco-griego Costa-Gavras. Representa sin tapujos ni cortapisas una de las cuestiones esenciales de la película. De hecho, el personaje que lo pronuncia por primera vez, lo completa y lo sitúa en su exacta dimensión, «Y mis miedos también».

Es evidente que no constituye novedad alguna esa constatación del temor universal al final de la vida, a la desaparición angustiante, o a otras tantas posibilidades que dependen de las creencias de cada cual. Lo que sí que constituye una valiosa aportación por parte del nonagenario cineasta, es esta suerte de diálogo filosófico-social que el creador va hilvanando con refinamiento y humanista naturalidad sobre tan trascendental cuestión. Como si de una propuesta documental se tratase, sobre la depuración formal y la serenidad narrativa, la ficción se cimenta en una plasmación tan veraz como subjetiva del debate entre el célebre filósofo Fabrice Toussaint (Denis Podalydès) y el doctor Augustin Masset (Kad Merad) sobre la vida y la muerte, una pausada vorágine de encuentros en los que el médico es el guía y el escritor, el viajero, en su personal camino de confrontación con miedos y angustias. Los dos personajes centrales de Costa-Gavras conforman la versión fílmica de Régis Debray y Claude Grange, la extraña pareja que escribió el libro que a sus noventa y un años lo cautivó.

Recordemos que arranca el metraje con esa estampa tan vinculada a los malos diagnósticos, la cámara semi-mortuoria en la que se realizan las eficientes resonancias. El pensador encarnado por Podalydès comienza su periplo con un considerable sobresalto durante un chequeo médico rutinario en Estados Unidos. De regreso en Francia, inicialmente por motivaciones más que hipocondríacas, contacta con el médico especializado en cuidados paliativos al que Merad consigue dar vida con una prestancia particularmente verosímil. Encarna a la perfección el rol del doctor con el que siempre hemos deseado encontrarnos en un centro de salud. Desde este punto de partida, Costa-Gavras desarrolla su aparato discursivo, por descontado inequívocamente político y humanista, mostrándonos diferentes casos reales a través de las historias contadas en primera persona al médico y a su analista existencial asociado. Desde la muy especial paciente Madame Leónie (una Françoise Lebrun conmovedora —e inolvidable en La mamá y la puta de Jean Eustache—), que protagoniza uno de los circunloquios más encantadores del film sobre paraísos, purgatorios e infiernos, confrontados con las creencias budistas sobe el ‹nirvana› y el ‹punarbhava›, hasta la esplendorosa explosión final de una todopoderosa matriarca gitana en la piel de Ángela Molina, sobre la que se explicita el ejercicio institucionalmente normalizado de la eutanasia activa, pasando por la impertérrita efigie de Charlotte Rampling como una enferma terminal que nos hiela la sangre con su amargura existencial.

Pero es particularmente importante que destaquemos la minuciosidad observacional y la expresividad orgánica con la que el director ensambla esta coralidad de experiencias vitales ilustrativas de la relevancia de los cuidados en la etapa final de la vida, de la irrenunciable dignidad de la vejez y la muerte, como el reverso de la imperiosa necesidad de vivir del mejor modo posible —no es fácil olvidar el gesto de la oncóloga de Fabrice cuando se tenga que poner en marcha un tratamiento anti-tumoral— hasta el último segundo. Hasta el último suspiro.

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