Frío y mecánico. El mundo del espionaje, con alguna excepción, ha ahondado en ese carácter riguroso y desapasionado. Donde el sentimiento es fugaz o se compone en un plano accesorio, lejos de las grandes tramas o logros de sus personajes centrales, haciendo que la parte humana resulte, de algún modo, circunstancial, como si el retrato de ese universo tan particular lo fuera todo.
Steven Soderbergh, cineasta capaz de otorgar lecturas sugerentes o de deconstruir el género a como dé lugar, se sitúa en ese punto donde lo afectivo parece preso por las circunstancias. Algo que pronto revela el cineasta en un diálogo entre George, el protagonista, y su esposa Kathryn. Nos hallamos, pues, en un terreno donde lo afectivo se antoja infértil, hecho dilucidado en esa cena que George propondrá en busca de uno de esos tópicos indispensables del género: el traidor. Sin embargo, lo que aquí interesa al cineasta norteamericano no es tanto resolver el enigma como disponer un terreno desde el que dotar de una mirada lateral a dicho mundo. Porque lo que le interesa como en tantas otras ocasiones es moldear sus constantes y llegar a un punto de partida distinto.
Los vínculos afectivos se establecen en Confidencial (Black Bag) como algo tan necesario como incomprensible para algunos de sus personajes. Es, como le comenta Clarissa a George, imposible saber hasta dónde llega lo fingido y hasta donde se extiende la mentira, la farsa, en su relación cuando todo queda subordinado por una palabra que anula cualquier viso de realidad —la Black Bag que da titulo al film—. No hay señales inequívocas y todo pende de un hilo que incluso lleva a dudar al protagonista. Porque cualquier reacción, por pequeña e inesperada que sea, puede llevar a un indicio. Y Soderbergh lo plantea en una secuencia tan aparentemente trivial como la del cine donde, tras sobresaltarse, George arroja una mirada penetrante sobre Kathryn, en busca de una respuesta de ella, que ha permanecido impasible.
Esa sensación de ilusión, de juego de espejos, es reforzada por la estética tan habitual del autor de Indomable, donde los planos abiertos y estilizados apelan a una percepción fría, distante, a la par que redefinen sus universos a través del espacio. Todo ello parapetado por una iluminación que ahonda en esa representación que supura extrañeza y se revela como un espejismo donde nada es lo que parece.
En Confidencial, el cineasta continúa explorando los vericuetos de un mundo ajeno incluso para quienes lo regentan, aportando sin embargo matices que, sin despojarse de esos automatismos tan propios —a fin de cuentas, sus personajes se muestran como individuos con rutinas casi mecanizadas—, complementan un trayecto imperturbable. Por más, pues, que salgan a relucir inquietudes en torno al modo de sobrellevar cada relación, en el fondo todo sigue igual.
Quizá en esos apuntes sobresalga la virtud de una obra que, definitivamente, parece devorada por la desafección del espacio que retrata. Y es que por más que haya, en ella, sugestivas anotaciones, el conjunto queda dilapidado por una rigidez excesiva, huyendo de ese autor juguetón y ensimismado que no consigue, en esta ocasión, atravesar la imagen de aquello que retrata. Sí, indudablemente Soderbergh está ahí, pero tan preso de una narración un tanto vaga y predecible, encorsetada por cada estímulo, que termina por devenir, en parte, una suerte extensión del microcosmos representado. Frío y mecánico.

Larga vida a la nueva carne.