Los aitas (Borja Cobeaga)

Jung, que era muy de darle segundas lecturas al modo de relacionarnos en sociedad —y muy a favor de la vertiente sexo-afectiva como Freud— decidió ponerle nombre al enamoramiento que puede sentir una hija hacia su padre. El complejo de Electra. Aunque para hablar de Los aitas quizá se nos vayan de las manos estos términos, sí existe un momento hija-padre en la que la admiración (al menos en la infancia) pueda hacer brillar los ojos de las pequeñas al ver aparecer a su padre tras una larga jornada de trabajo en la que ha estado desaparecido. Esto siempre ha derivado en agenciarse la parte agradable de la paternidad: ser el que ofrece el capricho, el que no estaba a la hora de la trastada para echarnos la bronca, el del beso de buenas noches tras una larga jornada con mamá.

Puede que los ritmos cambien, que realmente exista ese unicornio llamado “conciliación familiar” y que Jung pueda meterse sus complejos por donde buenamente pueda, pero Borja Cobeaga, junto a Valentina Viso, ambos expertos tanto en perdedores como relaciones familiares imperfectas, han decidido ir a una época donde esto era una norma, cambiando la idealización paterna por la vergüencita ajena en una peli normal, sencilla, sin grandes ambiciones y para todos los públicos.

Todo debería funcionar como la seda teniendo en cuenta que Cobeaga dirige y co-escribe, hay actores con mucha solvencia como Quim Gutiérrez, Juan Diego Botto o Ramón Barea, incluso la chica de moda (que sobrevivirá evidentemente a la moda y será una imprescindible más) Laura Weissmahr; es más, hay montones de bocadillos de mortadela y camisas horteras, pero Los aitas no termina de funcionar pese a ser partidaria de seguir la fórmula del éxito más complaciente.

Estamos en 1989, en el norte, cuando las fábricas comenzaban a prescindir de los trabajadores de la zona con la intención de tener más beneficios, lo que nos trae un puñado de padres anclados a la barra del bar sin oficio ni beneficio viendo su masculinidad herida y su forma de entender a la familia distorsionada. También hay una competición de gimnasia rítmica (porque en la época las niñas iban a gimnasia rítmica o mecanografía y los niños a fútbol o karate) nada menos que en Alemania, donde las hijas de cuatro de estos tipos aburridos tienen que llegar a como dé lugar. Comienzan así los lugares conocidos, los chistes oportunos y la ranciedad típica en una película que apela más al recuerdo de los que vivieron la época como niños y que pueden dar forma a sus recuerdos a partir del modo de actuar esta colección de padres y madres. Los aitas tiene ese regustillo a comedia familiar y no sabe explotar del todo la oportunidad de formular una ‹road movie› conciliadora, porque aunque permite que cada personaje tenga espacio para demostrar sus peculiaridades personales que les deberían convertir en únicos, lo hace a medio gas, como para pasar el rato hasta que llegue la explosión final conciliadora capaz de abrazar una nueva mirada por parte de aquellos denominados cromañones a la hora de co-parentar. Mete ahí, un tanto a la fuerza, esa caída del muro de Berlín que podría abrir muchas expectativas para fortalecer el personaje de la profesora de gimnasia pero, como pasa con el resto de personajes con potencial (que son unos cuantos), se queda en mero apunte que le da cierta vidilla al conjunto y cero potencia al mensaje.

Los padres evolucionan pero las niñas siguen sin encontrar la chispa de amor al mirarlos, ofreciéndonos un espectáculo divertido, sano y comprometido con el momento que representa pero que no coincide con las expectativas que ofrece su cartel y, a veces, sin sorpresas no se generan recuerdos inolvidables aunque estas sean las únicas niñas de los últimos 80s y primeros 90s que hayan podido hacer un viaje escolar con padres en vez de con madres. Borja, ¡vuelve!

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