El género no importa. Una expresión que quizá sea baladí en los tiempos que corren y que cineastas de toda índole han desmentido, pero que para Steven Soderbergh no ha dejado de no solo cobrar importancia, sino dotar de un revestimiento propio e insobornable a su cine. Presence, el penúltimo largometraje del de Atlanta, es una nueva muestra, envolviendo bajo los rasgos de un terror sobrenatural extraño aquello que bien podría ser una suerte de drama familiar en torno a los vínculos afectivos y el modo en cómo se moldean ante determinadas circunstancias. Y aunque si bien es cierto que estamos (bastante) lejos de su mejor obra con este regreso a la gran pantalla —en parte debido a una escritura un tanto errática y vaga pese a una premisa bajo la que subyugan ideas potentes—, cabe destacar como el autor de Bubble continúa desarticulando géneros desde la reformulación de unas constantes que es capaz de llevar a su terreno.
Así, en la figura de Soderbergh hallamos ante todo a un autor que extrapola con facilidad aquello que dota de un carácter propio a su cine en cualquier terreno, aunque sea distorsionando sus propiedades fundamentales. Indomable —traducción, otra de tantas, de aquella manera del más sugestivo original Haywire— es, en ese aspecto, uno de los ejemplos paradigmáticos en los que el cineasta transmuta los rasgos de aquello ante lo que principalmente nos encontramos (esto sería, un film de acción con visos de thriller de espionaje) contraviniendo una condición que parece las veces desvinculada de aquello que reclamaría a rasgos generales un ejercicio de estas características. Un hecho que con Indomable se acentúa si tenemos en cuenta la transformación que estaba experimentando el género a raíz de sagas como El caso Bourne o etapas como la iniciada por Daniel Craig como último James Bond hasta la fecha, incurriendo en una acción más sucia, trepidante y caótica en el primer caso, y en una naturaleza más estilizada de la misma en el segundo; el film que nos ocupa, sin embargo, y sin menospreciar ni mucho menos esas coreografías que siempre aportan un toque diferencial al género —de ahí seguramente el protagonismo de la ex-luchadora de artes marciales mixtas Gina Carano—, reproduce su carácter de un modo diametralmente opuesto a aquello que venía marcando tendencia en el panorama, desechando quizá esa suciedad —aunque sí se deslice una sequedad implícita en el cuerpo a cuerpo con el que opta por despachar esas coreografías— y modulando dicha expresión en torno a un estilismo que anula cualquier viso de tensión: de hecho, basta con asistir a cualquiera de las persecuciones del film para comprender que Soderbergh atisba aquello que debería ser un propulsor como una simple herramienta narrativa, desnaturalizada a través de esa banda sonora —que nos podría llevar a pensar en una especie de extensión de lo que fuera su saga Ocean’s trasladada a un contexto distinto (aunque no tanto sobre el papel)—, y ponderada desde ese jugueteo constante en el que va desgranando el relato, primero preso de un barroquismo muy propio del cine de espionaje, y más tarde matizada mediante mecanismos que no por más directos y pragmáticos restan enteros a la propuesta, desembocando incluso en trazas de un ‹neo-noir› que toma forma a través de su personaje central y de ciertos momentos pergeñados con no poca intención.
Indomable desliza de este modo su mirada, más que distintiva, revoltosa. La de aquel cineasta que no se conforma con acudir a una u otra fuente y desmiembra con gusto sus atributos hasta moldear un disfrutable artefacto. Porque aunque en el fondo durante los primeros compases de la obra todo pueda sentirse complejo —una impresión impulsada por Soderbergh—, es tan sencillo, eficaz y accesible que termina revelando el dispositivo trazado por el cineasta como otra de tantas maniobras para continuar explorando el género a su manera. Una cuestión trasladada asimismo a la estética con la que aborda Indomable, que reviste en más de una ocasión un patente feísmo sustraido tanto del cromatismo empleado —donde destacan tonos más estridentes, así como una coloración más apagada, dependiendo del segmento en que nos encontremos— como de una planificación que aboga tanto por planos aberrantes como otros donde se percibe la imagen de una escenografía cambiante pero, ante todo, vinculada a ese submundo donde todo parece bajo el control de unos cuantos.
Estamos, en definitiva, ante un largometraje que privilegia la percepción de artilugio tan divertido como desvergonzado —algo que confirma el último corte de la secuencia final—, pero que al mismo tiempo aboga por continuar redefiniendo límites que en realidad no son tal, y que en manos de un cineasta capital pero no siempre comprendido como debiera, Steven Soderbergh, alcanzan nuevas metas sin necesidad de tener que apelar a esa sensación constante de género que muta, se desviste y descubre motivos distintos: basta con dejarse llevar y querer disfrutar de una obra cuya constante evolución ha dejado (y esperemos siga dejando) muestras de una personalidad fuera de toda duda y, mejor todavía, de cualquier sistema habido y por haber.

Larga vida a la nueva carne.