Cualquiera que haya tenido la posibilidad de entrar en contacto con el cine de Isabella Eklöf y su polémica ópera prima, aquella Holiday que apelaba a lo dramático en una incursión seca y áspera con desvíos hacia el cine de género, habrá podido vislumbrar una relación en torno a lo sexual, más que explícita —que también—, capaz de regir y desbordar las vidas de personajes que encuentran en dicho aspecto un modo de poder afrontar esas exploraciones en universos ajenos o inusuales, pero también un símbolo que los llega a atenazar. En ese aspecto, el nuevo largometraje de la cineasta sueca afincada en Dinamarca, se antoja ante todo una de esas piezas incómodas, raras y complejas de abarcar en tanto se alza ante nosotros uno de esos personajes difíciles de digerir, ya sea por lo fastidioso de sus acciones o por un carácter nada complaciente, incluso antipático. En efecto, Jan, en el tránsito de su Dinamarca natal a Groenlandia, donde se establecerá con su mujer e hijos, no es uno de esos individuos que busquen agradar, y la mayoría del tiempo uno se pregunta quién querría compartir su espacio y tiempo con una persona así; ya sea porque sus decisiones manan un egoísmo que se puede comprender (por decirlo de algún modo) desde el punto de vista de quien busca superar el trauma y hallar un espacio propio, pero resultan casi imposibles de concebir, o porque su aparente honestidad sin tapujos deja al descubierto unas pronunciadas carencias afectivas, resulta complicado conectar con una personalidad como la que nos presenta Eklöf, quien no parece ni mucho menos interesada en que Jan sea ya no simpático, sino accesible para el espectador.
Con ese esquivo carácter, se concretan algunos de los rasgos de un cine que, como ya resultaba obvio en su ópera prima, tampoco busca ni mucho menos contentar. Es, de hecho, la secuencia de apertura de esta Kalak —palabra a la que, aparentemente proveniente del groenlandés, cuyo significado es “sucio” o “verdadero”, se acogerá el protagonista del film en una introspección en torno a ese componente sexual del que hablaba—, aquella que ya advierte que no nos encontraremos ni mucho menos ante un trayecto apacible, y que además profundiza con apenas un plano fijo —de esos que tanto gustan a su autora— en ese trauma al que trata de aferrarse Jan para poder trazar su camino, para intentar liberarse de toda coerción social ‹en pos› de un (extraño) libre albedrío que, sin embargo, termina antojándose (de forma paradójica) más decadente de lo que cualquiera podría esperar.
Porque Kalak huye de toda exploración psicológica en una pieza donde el drama se acepta y se abarca de un modo más mundano de lo que pudiera parecer. Sin tretas ni fingimiento, Eklöf construye uno de esos relatos que son tan directos como su propio protagonista, y que se descubren al espectador con una transparencia (y, al mismo tiempo, ferocidad) inusitada. No hay trampa ni cartón en aquello que propone la autora de Holiday, por más que en ocasiones se asemeje a una instigadora por el modo en cómo (des)arma y construye algunas de las secuencias que darán forma al conjunto. Pero, guste más o menos (habrá quien vea en Eklöf una mera provocadora), lo cierto es que en su obra no hay dobleces ni medias tintas. Ello no implica ni mucho menos una planicie que la condenaría, y que puede que asome durante algunos pasajes de la obra, pero que se diluye en un último acto tan escurridizo como el resto de la obra, confiriendo una liberación (esta vez sí) que no por inusitada deja de ser menos terrenal.

Larga vida a la nueva carne.