Ensayando otra mirada sobre el otro (y sobre uno mismo).
En 1978 el pensador palestino-estadounidense Edward W. Said publicó una obra capital en la construcción crítica del pensamiento universal. Bajo el potente y revolucionario título de Orientalismo, Said formuló un nuevo término analítico, el propio “orientalismo”, que describe desde una perspectiva crítica la forma en que Occidente ha elaborado históricamente una representación reduccionista de Oriente desde el mundo académico de las sociedades imperialistas. La característica principal de ese “orientalismo” es un sutil y persistente prejuicio eurocéntrico contra los pueblos árabe-islámicos y su cultura, derivado de las concepciones occidentales sobre lo que significa “Oriente” a nivel cultural, que queda reducido a determinadas esencias ficcionales sobre los “pueblos orientales” y “los lugares de Oriente”, dominando el discurso (y la consecuente percepción) de los pueblos occidentales en relación con sus opuestos.
El crucial planteamiento de Said, junto a la principal aportación teórica de la ciencia antropológica, el tan decisivo etno-centrismo, sientan las bases de la premisa de partida del docu-ensayo de Raúl Alaejos que presentamos. El documentalista leonés cuenta que se encontraba en los confines helados de la tierra, trabajando en una campaña publicitaria para la organización ecologista Greenpeace, cuando se topó con la historia del explorador norteamericano Robert Peary. Allá por los inicios del siglo pasado, este aventurero muy occidental concibió la idea de que la única manera de que un ser humano alcanzara el Polo Norte era que tuviera hijos con Inuits para crear una superraza que aunara la fortaleza esquimal y la superioridad intelectual de su cultura. Más allá del evidente sesgo orientalista y clamorosamente etnocéntrico de semejante teorización, bajo la sombra del objetivismo antropológico, Alaejos se aplica específicamente en el cuestionamiento del modo en que se filma al otro, en las formas de representación de la alteridad, trascendiendo el referido acervo histórico-político para ensayar un estudio que es netamente cinematográfico —y también autoreferencial—.
El director coloca su cámara frente a los Inuits descendientes de Peary y de su compañero de expedición Mathew Henson —por cierto, afroamericano—, para rastrear su legado en este ensayo visual plagado de dudas y vicisitudes, no exento de humor, en el que el espectador tiene que discernir entre la realidad y la ficción. Situados en el lejano pueblo más septentrional de Groenlandia, comienza la narración con una suerte de pieza museística —más tarde sabremos que se trata de un meteorito valioso para esta comunidad— que es golpeada con fuerza en repetidas ocasiones, como si de una introducción metafórica al posicionamiento epistemológico del film se tratara. Y es que su desarrollo se diferencia conscientemente del reportaje convencional y de sus estrategias más habituales, para componer lo que podríamos considerar un “objeto de estudio” alternativo. Lejos del archivo documental, del testimonio cercano y cómplice de los personajes, o de las estampas más tradicionales, hermosas o exóticas, Alaejos se afana en conformar un retrato verosímil y desmitificador de la cotidianidad de estas gentes, prestando una especial atención a los espacios interiores de las casas, con sus muebles y sus objetos ornamentales ordinarios, y a los rituales comunitarios pero deslocalizados, como la grabación de salmos cantados sobre imágenes de la pequeña iglesia local vacía en plano fijo, o esa sensacional secuencia de una celebración, en la que el cineasta nos muestra solo a los asistentes aplaudiendo y disfrutando durante varios minutos, sin revelar en ningún momento cual es el objeto de su jolgorio, en una utilización magnífica del fuera de campo. También juega a la hilaridad absurda de corte “keatoniano”, en divertidos primeros planos de un cazador con los mocos congelados sobre su barba, o en la carrera de trineos tirados por huskies sin destino conocido ni atisbo alguno de densidad dramática, al ritmo del Hung Up de Madonna.
Pero sobre todos estos recursos expresivos, se eleva en mi opinión la experimentación metodológica y formal del propio cineasta y de su proyecto, planteando repetidamente sus inquietudes a viva voz. En este apartado, me resulta especialmente conmovedor ese pasaje en que Alaejos interroga a su entrevistado: «¿Te sientes dentro o fuera del cuadro?» a la búsqueda de una confirmación, de una solución para un conflicto que es en realidad propio. Cómo me divierte la toma en la que un anciano del pueblo certifica la muerte de una sospechosa cantidad de posibles testimonios del estudio precisamente el pasado año, o el desapasionadamente impasible discurso de un tataranieto del conquistador, que declara su absoluta falta de reflexión sobre sus supuestamente ilustres ancestros. Es, en definitiva, el propio film el que se toma como objeto de estudio desde la más luminosa honestidad. Es el ejercicio fílmico y su deconstrucción meticulosa y detallista, la que termina por confirmar la imposibilidad de la representación fidedigna. Pero en realidad, ¿qué es el cine sino una ensoñación posible para indagar a nuestro alrededor y hacia nuestro íntimo interior? Sin duda, esa es una posibilidad. Y esta película, que ha concursado en la Sección Oficial del Festival Alcances de Cádiz y de L’Alternativa en Barcelona, en 2024, además de participar en los festivales FIFEQ de Quebec y Montreal, y de haber sido galardonada con el Premio del Jurado en el Festival MajorDocs, una oportunidad para disfrutar de un cine documental especial y genuinamente creativo, que va mucho más allá de sus confines nevados.
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«El Cine es más hermoso que la vida.»