Tenemos pocas esperanzas que Pablo Larraín haya leído la reseña que escribimos en este mismo medio sobre Salvador Allende, el documental biográfico dirigido por Patricio Guzmán en 2004, pero, sin embargo, podemos fingir que tal vez lo hiciera. A fin de cuentas también El Conde se construye sobre la reinvención de la historia… o más bien sobre encontrarle una finalidad narrativa a la ficcionalización de la historia. Sí, eso es más preciso. Pero bueno, ya encontrarán posteriormente una reflexión sobre finalidades y objetivos de la película que nos ocupa, de momento, como les decía, finjamos que el director chileno leyó aquel texto y decidió que una de las tesis que sostenía, es decir, que la importancia simbólica de los objetos personales a la hora de trazar el retrato de una figura relevante era de suma importancia narrativa, era también su tesis. Sí, quizás Larraín leyó aquello y decidió que, al iniciar su personal retrato sobre César Augusto Pinochet, el camino que iba a tomar iba a ser el mismo que el que había tomado Guzmán al hacer el suyo sobre la némesis del dictador: acercar su cámara hasta obtener un plano detalle de los objetos que definían la vida de sus retratados, o más bien su vida después de la vida.
Un tocadiscos donde suena la Marcha Radetzky, un ‹tantō› ritual para la ejecución del ‹seppuku›, una estatuilla de Napoleón, un busto de Darth Vader y una colección arbitraria de películas en VHS: Yo, el halcón, Matador, Terciopelo azul, Karate Kid 2, Doble cuerpo, La naranja mecánica. Este batiburrillo de elementos aparentemente aleatorios clarifica narrativamente dos aspectos: la naturaleza satírica del film (obviamente no esperamos encontrar al reverso oscuro de Anakin Skywalker en un hipotético museo dedicado a la memoria del dictador), y los rasgos psicológicos que Larraín otorga a su recreación pinochetista: su anacronismo decimonónico (¿existe un término que defina mejor lo anacrónico que “austrohúngaro”?), su adscripción artificial a una presunta senda del honor (sobre lo honorable del ‹seppuku› recomendamos el visionado de la imprescindible Harakiri de Masaki Kobayashi), su militarismo obsesivo, sus filias con los símbolos de lo maligno o lo inconsistente de su selección cultural, carente de cualquier modelo de criterio unificador. Pinochet, según Larraín, es un viejo vampiro fracasado y nostálgico (¿existe algún sentimiento más retrogrado que la nostalgia?), obsesionado con la muerte y la maldad y sin ningún tipo de gusto cinematográfico consistente (nadie con un sentido ético del cine podría convertirse en un autócrata sanguinario). Pero es en el ‹tantō› donde debemos fijar más nuestra mirada.
Sí, Pinochet es un vampiro existencial. Un poco como aquellos que describía Anne Rice en su bellísima trilogía. Pero lo que le pesa al caduco General, al contrario de lo que sucedía con Louis o Lestat, no es cargar con la losa agobiante de la propia eternidad o la encrucijada moral a la que lleva el sentimiento primario vampírico de alimentarse de la vida ajena, no, lo que le pesa al Pinochet no-muerto es la emocionante transición hacia la democracia del país que una vez rigió, lo que le hace ansiar la muerte definitiva es su derrota social e histórica, la que le hace aparecer en el presente ya no como un asesino (supongo que nadie puede discutir esto a estas alturas), sino como un no-ser corrupto que es infiel a la misma imagen que él se ha forjado de sí mismo. Y es aquí, en esta corrupción de los propios ideales, en este fingimiento sobre el espejo, en este latrocinio disfrazado de gesta es, precisamente, donde El Conde puede ser entendida.
Debemos destacar la siempre inquietante figura de Alfredo Castro ejerciendo su personal visión de un Renfield transmutado en ruso blanco, representante, en cierto sentido, de las fuerzas hegemónicas que contribuyeron al establecimiento y durabilidad de la dictadura pinochetista. No es la única, por supuesto, en ser mencionada de esta forma en el film de Larraín. Ahí andan también la iglesia católica chilena, con sus intereses mixtos en cuanto a su relación con los secretos y riquezas que atesora el ajado chupasangre, la aristocracia hegemónica del país andino con la presencia de Lucía Hirart y su incompetente descendencia y, en fin, la voz en ‹off› que ejerce de narrador omnisciente y que no es otra que aquella primera ministra de la Guerra de las Malvinas y la laca, aquella que destruyó a la clase obrera británica, sí, la que acogió al vejestorio sociópata cuando la espada de la justicia internacional se levantaba contra él.
Echarán quizás de menos, como yo hice, al otro gran país, al que organizo el golpe de estado del 11 de septiembre, al que, a través de sus empresas, chupó la sangre verde cobre del subsuelo chileno. Sobre esta presencia tengo mis propias teorías que tienen que ver con no morder la mano que te alimenta y que ya desarrollaremos, tal vez, en otra ocasión. En cualquier caso, la intención de Larraín es patente en su descripción genérica de la corte del vampiro del sur: de la misma manera que, en el ejemplo de los ‹nosferatu›, bajo su envoltura humana subyace la bestia sedienta, bajo el disfraz de la honorabilidad y el patriotismo nacionalista de los regímenes totalitarios solo se encuentra el pragmático deseo de beber la hemoglobina, rica en dólares, de los bienes estatales. Pinochet puede haber muerto, sí, pero la idea permanece. Las criaturas de la noche siguen al acecho y sus aullidos se escuchan por todas partes, sus energías renovadas ante el olor de la presa herida.
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