No hay amor perdido (Erwan Le Duc)

Tardío cuento de iniciación

Los cinco primeros minutos de No hay amor perdido tienen la forma de un cortometraje mudo de gran elocuencia visual y discursiva: la encendida expresividad de los rostros de los actores, los primeros planos cerrados al mismo tiempo sobre los pliegues de un intimismo carnal y sobre la superficie abierta de un distanciamiento escénico empático, y el constante uso de la música para enfatizar el tono cómico de los acontecimientos que se están narrando son algunos de los recursos formales que acentúan los rasgos de la poética del cineasta Erwan Le Duc. Pero el uso de estos códigos estéticos no responde a una decisión formalista ni nostálgica; más bien, todo lo contrario: la ausencia de palabras y la precisión en la filmación del gesto corporal dan cuenta de la importancia que la expresión física de los personajes tendrá en los posteriores minutos de la cinta, del papel fundamental que la comunicación no verbal desempeñará en una obra construida precisamente sobre el silencio de las emociones eludidas, sobre el hueco vacío que se abre entre la intuición y la certeza.

Etienne, el protagonista, es un entrenador de fútbol que se caracteriza por su ímpetu torrencial, por su carácter enérgico, por la pasión que pone en cada cosa que hace. El movimiento en No hay amor perdido no es sino la expresión más clara de la pasión. De la misma forma que en la filmografía de Leos Carax —Mala sangre a la cabeza— los personajes corren hasta llevar sus cuerpos al límite para poder manifestar de alguna forma el magma emocional que no consiguen exteriorizar utilizando el lenguaje oral, aquí las carreras de un lado a otro funcionan al mismo tiempo como catalizadoras de un barroco torrente de sentimientos y como válvula de escape a través de la cual encuentra una salida física. El protagonista corre constantemente, se mueve de aquí para allá y le impone a la actividad más calmada un ritmo frenético, intentando convertir su día a día en una carrera de fondo, sin meta y sin final. «Tras cada tiro debe de haber un sentimiento. El fútbol es una forma de vida», dice en determinado momento el personaje interpretado por Nahuel Pérez Biscayart. La frase puede sonar algo pomposa, pero revela una de las claves necesarias para entender el comportamiento de Etienne.

Así, si el movimiento es la expresión más clara de la pasión, el travelling y el paneo son los gestos cinematográficos que encapsulan con mayor vivacidad dicha pasión, más aún si se tiene en cuenta el fuerte contraste que el cineasta crea oponiendo largas tiradas de planos estáticos y vibrantes fogonazos de planos en movimiento. El propio ritmo de la obra y el modo en que se estructuran sus diferentes secuencias enfatizan el estado sentimental del protagonista al solaparse con el latido de sus curvas emocionales y convertirlos en motivos visuales. La cámara se mueve con Etienne, se detiene con él, proyecta su tristeza, su incomodidad y su angustia rompiendo el equilibrio compositivo de la imagen y, en fin, le ofrece otro medio expresivo para comunicar sus dudas, miedos, alegrías y penas. Hay, sin embargo, un motivo oculto que empuja al entrenador a mantenerse en constante movimiento: el dolor con el que carga desde que su pareja los abandonó a su hija y a él cuando la pequeña acababa de nacer. La ausencia de una explicación, el vacío que se impone ante la indefinición de un largo silencio y, sobre todo, la decisión de no mostrarse vulnerable delante de su hija para no trasladarle su aflicción funciona como el triple combustible que mantiene activo el motor de su actividad, débil máscara que oculta el árido desierto interior por el que transita y que, ante el temblor de la pausa, amenaza con romperse. Etienne corre y corre, sí, pero no porque sienta una desbordada pasión por cada cosa que hace, sino por el miedo a no ser capaz de volver a sonreír después de haberse detenido para asumir y compartir la tristeza que le consume. Su movimiento constante surge como reacción al pavor que le provocan la pausa y el estatismo, puesto que cree que, si detiene un sólo instante y echa la vista atrás, la tristeza acumulada le impedirá volver a ponerse en marcha. No hay amor perdido es, por tanto, la crónica del proceso de aprendizaje que lleva a cabo el personaje para poder concretar con palabras la existencia de ese dolor provocado por la ausencia del ser amado sin hundirse, por ello, en la oscuridad de una niebla perpetua.

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