Ambientada en los 90, década de esplendor para la televisión y el mercado del vídeo, un hombre soltero dedicado casi por completo al cuidado de su madre enferma busca una forma de escapar del aburrimiento, la soledad y la monotonía a través de una versión lejana, mucho más lenta y repleta de intermediarios de Tinder: mediante visionado (y grabación) de vídeos VHS donde las y los solteros se presentan y a su vez buscan sus arquetipos/prototipos ideales para hacer ‹match›. Un día, David (Brian Landis Folkins) —que así se llama el pobre hombre— descubre accidentalmente durante una visita a la empresa encargada de los vídeos una extraña cinta de vídeo llamada Rent-A-Pal, presentada por un carismático Andy (Wil Wheaton) que promete hablarle, escucharle y entenderle. O, lo que es lo mismo, que le ofrece todo lo que necesita y no termina nunca de llegar: compañía, compasión y amistad. Una relación perfecta que se nos presenta con gran tensión narrativa y con un ritmo lento asentado en el estilo de vida de su protagonista, y que presenta la idea de que interactuar con la tecnología en términos humanos puede ser algo terrorífico.
Sobre todo durante la primera parte de la película, cuando la atmósfera creada por Jon Stevenson nos hace pensar que Rent-A-Pal va en una dirección sobrenatural donde la relación entre el humano y la tecnología es en gran medida manipulación de al menos una de las partes. Cuando Stevenson opta por el realismo en lugar de por una temática algo más fantástica, es verdad que da un poco de pena, pero no porque la película empeore, sino por todas las posibilidades que se cierran a su paso. Aun así, su aproximación psicológica —que toma como base la soledad y la dedicación a obligaciones que la sustentan para abrazar la idea de que la tecnología es en sí misma una entidad, un medio y a la vez la fuente de todo tipo de experiencias sociales ilusorias— está muy bien representada durante todo el metraje. La desesperación, producto de la realidad que sufre una persona aislada del mundo, y la frustración, retratada a través del cuidado de una anciana madre que sufre de demencia y a veces es persona y a veces… también, pero otra muy distinta a la que era.
Estrenada en 2020, Rent-A-Pal coincidió temporalmente con un confinamiento a nivel casi mundial y sin embargo, a pesar de tratar sobre el aislamiento en el hogar, se plantea vista hoy como una reflexión estética y tecnológicamente anticuada de un tema cada vez más presente y que se ha consolidado todavía más si cabe debido al aumento de la conversación con aquello que no existe, pero sí (o viceversa). Porque todo suma y va de la mano, supongo. En este caso, nuestra actualidad, relacionándonos con una suerte de inteligencia artificial que se está usando tanto para restar creatividad como para tener alguien con quien hablar y entretenerse, pero también para que calcule el IRPF si hace falta. Si no, que se lo digan a la gente que está usando el usuario de ChatGPT que ha contratado la empresa para preguntarle si se liga más con una moto o con un coche —la IA respondió que depende de la persona y la situación—, dónde se pone el anillo de compromiso (y si se pondría celosa si no le pide matrimonio a ella) y otros “diálogos” que bien valen un fin del mundo que convierte las reflexiones de Rent-A-Pal casi en lo que ahora se llama “terror elevado”, en contraste, pese a tener unas pretensiones claramente terrenales. Sus dosis de surrealismo iniciales, en realidad, son las que hacen de nuestros días tristes algo un poco más decepcionante. Como si la vida —o esta extraña relación artificial— no cumpliese las mismas expectativas que la película que la retrata, y que bien vale la pena toda ella.