Gesto de autodefensa.
Memorias de un caracol está sostenida por un juego de contrapesos —de estructura tan delicada como compleja— que la impide caer en el sentimentalismo simplón, en la pornografía del horror o en el gustoso retrato de la crueldad. Si bien es cierto que la obra funciona y se mueve atendiendo a los parámetros de la fábula, esto no impide que el mundo que retrata sea eminentemente realista en su despiadada forma de tratar a los personajes que lo habitan. Grace, la protagonista, se mueve durante gran parte del metraje por ambientes marcados por la pobreza: por viejos edificios de paredes desconchadas, por pisos fríos en los que una pequeña ventana ejerce de único intermediario entre la luz, también gris y apagada, del exterior y la soledad del interior, por colegios en los que la violencia marca el devenir de cada día, por viejos parques de atracciones llenos de basura en cuyas entradas el rostro triste, casi desesperado, de un payaso da la bienvenida a los visitantes, por calles en las que pasear deviene ejercicio de riesgo debido a la agresiva velocidad de los coches que circulan fuera de sus límites. La ciudad en la que se desarrolla la primera parte de la cinta y que está compuesta por todos los lugares descritos no es el único espacio en el que Grace sufre, el pequeño pueblo en el que vive durante su adolescencia está asfixiado por la falsa imagen que proyecta de sí mismo: bajo sus casas unifamiliares, bajo sus jardines brillantes y sus porches, bajo sus aceras pulcras y bajo las sonrisas subrayadas hasta la parodia de sus vecinos palpita una soledad agónica, las heridas provocadas por la represión de unos deseos no normativos y el odio hacia la diferencia —nótese el contraste que hay entre la ropa oscura de la protagonista y los colores vivos del resto del lugar—. Tampoco el campo se libra de la oscuridad: las extensas praderas salpicadas por árboles que ofrecen, al mismo tiempo, un espacio para el placer y una sombra para el descanso no están sino subordinadas a la estructura de una secta religiosa ultraconservadora que convierte la vida de Gilbert, el hermano de Grace, en una tortura perpetua. El espacio natural está oprimido dentro del plano por los edificios en los que se llevan a cabo unas liturgias tan ridículas —se le rinde culto a una manzana— como dañinas, el entorno natural se convierte así en un entorno de pesadilla.
La película versa sobre el modo en que las personas se relacionan con el espacio yermo y baldío que los oprime y agrede: los decorados van cambiando, pero las injusticias se mantienen, conformando una sucesión de abusos y traumas de los que los personajes no pueden protegerse si no es configurando un espacio “otro”, seguro y tranquilo, que les sirva como refugio. Dicho refugio no está nunca anclado a la concreción de un lugar físico, ni le dan forma una serie de objetos que catalizan los recuerdos de la protagonista y los proyectan hacia un futuro abstracto con la finalidad de asegurarle la existencia de algo más allá del dolor del presente y el del pasado, no. Es la presencia de un ser querido, de un familiar o un amigo la que le otorga al espacio general —hostil— el carácter reconfortante del espacio “otro” impidiendo, en el proceso, que las imágenes se carguen de una amargura nostálgica que niegue la posibilidad de un cambio en la sociedad. De hecho, una casa que en un principio es presentada como refugio se convierte, tras la muerte de uno de los personajes que la habitan, en un lugar triste y sombrío lleno de recuerdos que enfatizan la soledad de Grace.
Adam Elliot construye Memorias de un caracol solapando simetrías —la imagen de Grace y Gilbert sentados en el sofá, leyendo, funciona como recurso recurrente a lo largo del metraje— y, por ello, convierte el vacío parcial del plano en la cristalización de todas las problemáticas a las que se enfrenta la protagonista, de todos sus dolores. Así, la película bien puede ser leída como una búsqueda del equilibrio compositivo perdido, que no es sino la representación visual del espacio “otro”, del refugio en el que Grace se sentía protegida de un mundo cruel que no lo es por naturaleza, sino debido a una serie de estructuras injustas cuya extensión más evidente son los abusos que quedan registrados en cada plano. El director no busca colocar la cámara encima de los engranajes que sostienen dicha estructura, sino frente a la mirada de los personajes que intentan sobrevivir dentro de ella. Gran parte de los problemas que acosan a la protagonista no son sino la punta visible del iceberg cruel que es la sociedad: de ahí que la homofobia, la desigualdad económica, el abandono de las personas dependientes, la contaminación, el individualismo solipsista y el ostracismo al que se condena a quienes viven en condiciones más vulnerables no tengan un desarrollo mayor dentro del argumento: la violencia del mundo es expuesta con toda su atrocidad dentro del mosaico agónico que es la pantalla, pero lo que a Elliot le interesa es el modo en que Grace y Gilbert consiguen protegerse de ella, no los mecanismos que permiten su perpetuación. Lo que importa en Memorias de un caracol es, en fin, el legítimo gesto de autodefensa de los protagonistas y no las fuerzas que los oprimen. El director, además, convierte el humor en su propio gesto de autodefensa, puesto que sólo a través de la risa desesperada que surge del retrato caricaturesco que hace de sus criaturas más nefastas —los integrantes de la secta religiosa a la cabeza— consigue evitar que sus imágenes se conviertan en mera una concatenación de crueldades sin aparente final.