La isla de hierro (2005) supone el segundo trabajo tras las cámaras de Mohammad Rasoulof, cineasta y sociólogo iraní atrincherado, a lo largo de su filmografía, contra las inclinaciones absolutistas de la república islámica de su país. Si con su debut, la docuficción El crepúsculo (2002), el director pasó desapercibido ante los engranajes de la censura iraní, la película que nos ocupa activó todas las alarmas: durante las últimas dos décadas Rasoulof ha sido perseguido, encarcelado y condenado al mutismo por crear propaganda contra el régimen, hasta el punto que sus películas no han sido estrenadas ni pueden ser vistas en Irán. Si se recorre cronológicamente el ‹corpus› de su trabajo, no resulta difícil detectar una evolución en su narrativa: de las formas alegóricas que inundan sus primeras obras hasta las formas más evidentes y frontales de sus proyectos más recientes —siendo su último alegato en La semilla de la higuera sagrada (2024) un ejemplo menos lírico y más contundente de esta deriva tonal—.
Partimos de la base que el trabajo metafórico de Rasoulof no suele anclarse a la sutileza: esta isla de hierro de su segunda película alude al petrolero abandonado y carcomido por el óxido en el que vive una comunidad bandari, cuyos rasgos más llamativos son el uso de la lengua árabe en lugar del farsi y las máscaras (‹batula›) de metal fino que cubren los rostros de sus mujeres. La propuesta del cineasta es la de explorar los gestos y correspondencias que se establecen en el seno de esta curiosa comunidad, que vive al amparo del capitán Nemat en una embarcación que se hunde lenta pero inevitablemente. De la penumbra con la que Rasoulof inicia el metraje se infiere una dependencia absoluta (ciega) de la comunidad con su líder, pero es también desde estas tinieblas donde el hijo adoptivo del capitán intentará contactar con su enamorada. Se establece así, desde el comienzo, un conflicto paterno-filial (Nemat ha conseguido un prometido en tierra firme para la chica) que el cineasta usa como pretexto para observar las relaciones de poder que ramifican desde la figura del capitán. Todo pasa por sus manos: desde las negociaciones para vender el petrolero por piezas (fuente primaria de ingresos de la comunidad) antes de su naufragio hasta la localización de nuevos inquilinos, que servirán de mano de obra para los trabajos cotidianos. Este microcosmos cerrado y aislado funcionará como un Irán en miniatura, y Nemat, a un tiempo paternalista y cruel, como la mano de hierro que dirige el país.
«¡Es mi hija! ¡La mataré si quiero!», grita un padre desesperado cuando Nemat le encuentra un prometido fuera del petrolero. «Su marido no está aquí, debería llevar puesto el burka», advierte alguien cuando una mujer de parto se está desangrando hasta la muerte sin posibilidad de trasladarla a tierra firme. Observaciones aquí y allá de Rasoulof que no se limitan únicamente al rol de la mujer en la sociedad iraní, sino que apuntan a numerosos ámbitos de la realidad del país, desde la educación a la religión pasando por el control de los medios de comunicación (¡esa televisión, único cable a tierra, lanzada por la borda!). Por suerte, el cineasta resulta menos evidente en otros tramos del film, bellamente fotografiado por Reza Jalali, como en la creación ensoñada de ciertos personajes (el niño que captura peces para devolverlos al mar, el anciano impertérrito mirando el sol) o en su orgullosamente ambiguo final, deudor sin duda del Antoine Doinel “truffautiano”.