Suele suceder que alguien atravesando un momento difícil influya, de una manera u otra, sobre las personas que tiene cerca. En ese sentido, la familia es un lugar óptimo para investigar el afecto y sus traspasos. Y aunque se suele hablar de la herencia que los padres dejan en los hijos, también los hijos pueden redescubrir cosas en sus padres. La mitad de Ana es precisamente la historia de una madre que al confrontar los desafíos de su hija se encuentra con los propios. Ana (Marta Nieto) es una madre separada que trabaja como vigilante de sala en un museo y tiene su vida abandonada. El símbolo de esto es un clásico: es una artista que ya no dibuja. Que su hija Son (Noa Álvarez) se enfrente al desafío de cambiar de sexo es el detonante para que Ana, incapaz de responder a la situación, redescubra su vida.
La ópera prima de Marta Nieto es una película con recursos naturalistas y eso le permite destacar las actuaciones, sobre todo en los momentos dedicados a los afectos familiares. Poco después de que Son tenga problemas en su vejiga, somatizando su deseo reprimido, se recuesta con su madre en la cama. En vez de responder las preguntas de su madre, le pide que le haga un dibujo como siempre hace cuando se encuentra mal. La hija calma su malestar con aquello que la madre debe reactivar. Si la conexión entre ambos personajes y su necesidad de cambio tiene olor a artificial, las actuaciones logran lo contrario. Los gestos de Noa Álvarez remiten a esa adolescencia en que el traspaso de una inocencia luminosa a una oscuridad íntima y confusa es tan común.
Hay un escape al tono naturalista justamente alrededor de la pasión adormecida de la madre. Una vez más desde la cama, ese espacio de intimidad en el que el silencio entre madre e hija dice mucho más que sus palabras, oímos un reloj en fuera de campo que hace sonar el paso del tiempo. El sonido continúa pero la imagen corta a una sala de museo en que Ana despierta de su estado somnoliento y ve un cuadro que cobra movimiento. Ana ve moverse el cuadro como nadie puede hacerlo, acaso por sus horas de vigilia o porque su hija que duerme inocentemente puso en movimiento cosas internas que ella sola no podría, como sus capacidades fantásticas y artísticas.
El deseo de cambiar de sexo de Son es menos protagonista de lo que se esperaría. Podría decirse que el conflicto de Son podría ser otro y la naturaleza de la película apenas variaría. Hay muy pocos momentos en que el conflicto se sienta específico, como en una absurda pelea con un personaje secundario. Pero en ningún momento es tema de discusión para la madre, el padre o la película; el tema es la superación de una dificultad en el contexto de una escuela. Que una temática tan presente en los últimos años aparezca en un plano secundario le otorga una especie de normalización, alejando a la madre y la película de elaborar algún tipo de juicio. Aunque sí hay una escena de celebración que supone un contacto con la realidad de la madre: Ana encuentra un mínimo momento de disfrute en una mesa con personas trans que le cuentan y demuestran que transicionar los hizo felices. Las miradas de complicidad de la madre con las alegrías de las personas trans sugieren que Ana encuentra allí una promesa de futuro para su hijo, como si aliviaran una preocupación que no sabemos si existía antes de dicha escena. La cuestión de la transexualidad está allí, pero está tan normalizada que no aporta demasiado o tan forzada que parece extranjera.