Desde lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, en el cine hollywoodiense hemos visto toda una miríada de películas que homenajeaban, cada una a su manera, el coraje, el valor y el trabajo de servidores públicos como los bomberos, los médicos o los policías que dedicaron horas y muchos esfuerzos a salvar vidas humanas incluso ante el riesgo de perder la suya. Este homenaje podía tomar la forma del directo, del relato del momento exacto en que todo ocurrió, de las secuelas posteriores o de la aceptación que los llevó a una nueva sociedad o forma de vida. Aunque con mejor o peor tino, casi todas buscan dejar poso sobre un concepto muy concreto: el trauma. Aunque puede que Estados Unidos sea el país que más inocentes se ha llevado por delante en los últimos 100 años, el hecho de considerarse el centro del mundo hace que su representación del dolor cale bastante, ya sea desde acercamientos íntimos o desde otros más globales. Es muy difícil no empatizar con la tragedia y con la pérdida, pero ¿qué hacemos con el horror que solo han visto unos pocos? Al parecer eso se lo debió de preguntar el escritor Shannon Burke y, más tarde, el director y los guionistas —Jean-Stéphane Sauvaire, Ben Mac Brown y Ryan King, respectivamente— que han convertido en película su libro con el título Ciudad de asfalto.
El cine —y puede que también la vida— post-11S ha puesto en valor el tipo de profesiones que mencionaba al inicio, aquellas que a menudo dan la salud y a veces la vida por salvar la de otros. Sin embargo, a pesar de lo obvio que resulta ver en Ciudad de asfalto —que trata sobre un grupo de paramédicos trabajando en su ambulancia por los suburbios de Nueva York— una especie de actualización de la situación de aquellos héroes después de más de 20 años, a mí la película a la que más me recordaba durante su primera media hora de duración fue Al límite de Martin Scorsese, una película previa al ataque terrorista a las Torres Gemelas (1999) con Nicolas Cage al desquiciado volante. Un viaje a la locura que pretende ser hipnótico y casi alucinatorio en su formulación visual hasta que de repente aparece Sean Penn para que la película trate más sobre el peso de los mentores en tu vida laboral.
En esa indecisión de Sauvaire entre decantarse por un tipo de cine u otro, aparece de pronto también el social, aunque con pretensión casi documental. Y claro, con estas cartas sobre la mesa, al final acaba pasando lo que casi siempre es normal. A pesar de las 2 horas de duración, no llega apenas a profundizar en la psicología de los personajes, ni entendemos sus motivaciones más allá de la obviedad. Como si estuviera demasiado telegrafiada, dejando en manos de actores eficaces unos personajes arquetípicos mil veces vistos. Si analizamos la evolución de su personaje principal (Tye Sheridan), por ejemplo, vemos a una persona que desde el principio está ya mal. Lo que le ocurre luego es que la cosa va a peor, pero ya iba mal antes de trabajar de paramédico. En este caso, además, ocurre que, cuando se parece más a un documental, es tal el peso de estar mostrando un país como los Estados Unidos fallidos de América, que las similitudes con series o docu-realities como Policías en acción o incluso Callejeros lleva a veces a la pérdida de atención. En parte también porque no hay visos de otras opciones ante la cruda verdad que se les presenta a unos personajes orgullosos de lo curtidos que les hace estar una mierda de sociedad. Una imagen de Nueva York repleta de desequilibrados, asesinos, drogadictos y violentos migrantes o racializados que si van al médico a lo mejor se tienen que endeudar durante años o meses.
No hay ni un momento amable que no sea para apreciar a Sean Penn, aunque tampoco es que se le pueda exigir más. El problema es, quizás, el discurso que hay detrás. Hasta cuando vemos que el protagonista se enamora, en realidad seguimos viendo cómo se dirige al abismo de su locura. Es como si toda la película fuera una justificación para que las personas de mierda puedan pensar entre sí que son buenas personas a las que la sociedad ha jodido y, por tanto, pueden seguir creyendo que lo que hacen está bien (como si no sufriera todo el mundo en general o nadie más estuviera tocado de la cabeza por otros motivos más allá de estos que parecen peores). Se cierra el círculo con el salto de protocolos. La valentía como incumplimientos de la seguridad de todos porque ya estamos de vuelta de todo. Somos unos machotes y sorprende que nadie llame maricón a nadie (supongo que hasta ahí nos hemos podido deconstruir).
En fin. Una pena, porque de verdad que Ciudad de asfalto parecía tener todos los ingredientes para ser una película más especial. Tiene aciertos y momentos interesantes entre sus innumerables viajes en ambulancia y sus visitas a lugares inhóspitos de la ciudad, con cuestionamientos pertinentes sobre los quehaceres de sus protagonistas, pero cuanto más se aleja de la parte documental, más lejano nos parece todo. Una película que culpa a la gente en lugar de al sistema.