Guadagnino y el ‹kitsch›
Tres decisiones de puesta en escena que se dan en los diez primeros minutos de Queer, adaptación de la novela homónima de Burroughs, anuncian el cataclismo que se avecina: en primer lugar, el uso de un plano cenital eminentemente esteticista para retratar al protagonista caminando por la calle; en segundo lugar, la composición de un primer plano del mismo en el que las hojas moradas de un árbol recién florecido están situadas en el primer término del —forzado— encuadre por delante del propio rostro de Daniel Craig; en tercer lugar, la utilización del Come as You Are de Nirvana como metrónomo con el que se marca el tempo fílmico en una escena en la que William Lee (trasunto del autor de Yonqui) camina por una calle de un barrio proletario en Ciudad de México. Estas tres decisiones responden a la obsesión que siente Luca Guadagnino por anteponer dentro de sus películas la ampulosidad formalista y vacua, el chispazo de belleza ‹kitsch› —según la definición que Hermann Broch hacía del término—, antes que el trabajo hondo y cuidado de la imagen y el sonido. El problema no es que sus cintas sean felizmente barrocas, sino que no se produce en ellas ningún cuestionamiento de la realidad ni se articula discurso alguno: sus esfuerzos como cineasta no dejan de ser, por tanto, meros ejercicios de exhibicionismo formal al servicio de la nada, del vacío más puro. Esa búsqueda de la imagen bonita o del movimiento de cámara impactante se convierte, además, en el principal escollo que impide que el encuentro entre su mirada y la de Burroughs cristalice en un todo con un mínimo de sentido.
Queer no funciona como adaptación de Burroughs porque las miradas de Guadagnino y la del autor de El almuerzo desnudo no podrían ser más dispares. El primero se adentra en sus novelas en el núcleo del contracampo del sueño americano para narrar lo que en él acontece desde los laterales; el segundo, por su parte, se pierde con gusto en los rituales pomposos de la burguesía —filmándolos con gran delectación— sin cuestionar nunca las estructuras que sostienen sus modos de vida. El primero mantiene su mirada siempre a pie de calle —de ahí el profundo desajuste que supone el plano cenital descrito al inicio—, se adentra en los laberintos urbanos y busca cada ángulo oculto para iluminarlo —no en un sentido religioso— con su prosa cortada y minuciosa; el segundo rara vez baja de su atalaya de cristal y, cuando lo hace, convierte el mundo en un patio de juegos en el que todo está al servicio del placer de sus personajes. Que la vida de las calles en las que sucede la acción de Queer quede amortajada dentro de unos decorados de cartón piedra cuyo evidente artificio está, de nuevo, subordinado al esteticismo hueco del director es la muestra más evidente del carácter ombliguista de su poética. Aquí no hay nada más allá del rostro del protagonista y del de su amante; la droga y el alcohol —que en la narrativa de Burroughs no son jamás elementos aislados de la realidad en la que acontece la acción— carecen de cualquier tipo de significado o relevancia, son relámpagos fugaces y abstractos sobre los que el cineasta teje una elaborada coreografía con la cámara. William Lee bebe y se pincha heroína, sí, pero podría no hacerlo y nada cambiaría en el discurrir dramático de la película, puesto que Guadagnino no quiere decir nada al respecto; únicamente busca trenzar una serie de gestos que sirvan como cimientos para su despliegue técnico.
Queer, además, no sólo no funciona como adaptación de la novela homónima, sino que tampoco lo hace como película independiente; es decir, una lectura de sus imágenes en la que se evita la comparación con el material original no la deja bien parada. Cerrada sobre sí misma, sobre el cuerpo de un protagonista de pasado desconocido, la cinta proyecta hacia fuera un hermetismo que en realidad es opacidad. Los silencios y las miradas no consiguen crear atisbo de tensión alguno, la completa abstracción de los personajes con respecto al mundo en el que se mueven impide la articulación de un discurso sobre el mismo; no queda, entonces, más camino que el puramente sensorial. Que el protagonista, obsesionado con desarrollar habilidades telepáticas que le ayuden a fortalecer el vínculo con su amante, emprenda en el tercio final del metraje la búsqueda de una sustancia que le permita alcanzar una experiencia extracorporal, podría haberle servido a Guadagnino como clímax de un poema visual de gran fisicidad, pero, nada más lejos de la realidad, la película es incapaz de producir la más mínima emoción durante sus dos horas largas. Las escenas de sexo, que se pretenden sensuales e inmersivas, están filmadas de forma raquítica; antes que momentos de pasión desatados, parecen coreografías preparadas con velocidad y filmadas a brocha gorda que ni de cerca llegan a transmitir el torrente de placer que los personajes están sintiendo. Un torrente del que el espectador es consciente porque Guadagnino subraya su existencia una y otra vez de las formas más obvias posibles —filmar el momento del flechazo entre los enamorados a cámara lenta y acompañarlo de una canción cuya letra verbalice lo que ya se refleja en las miradas de los personajes es un cliché bastante trillado—. La relación entre los dos personajes principales carece de profundidad, la química entre los actores resalta por su inexistencia y las reflexiones del director sobre el deseo y la obsesión se pierden entre la prosaica pesadez de sus imágenes ‹kitsch›.