Empecemos por una obviedad: Parthenope es todo lo Sorrentino que uno puede esperar. Sin embargo, al igual que puede suceder cuando se defiende lo indefendible a toda costa, estamos ante una película que es más papista que el Papa, o lo que es lo mismo, más “sorrentinista” que Sorrentino. Al fin y al cabo todo está ahí, la elegancia, la belleza, la decadencia, la sensualidad, lo barroco en lo visual, lo sereno en los silencios y miradas. Nada nuevo bajo el sol excepto por el detalle de que, en esta ocasión, todo el aparato formal se pone al servicio de la nada más absoluta.
Contemplando (a) Parthenope uno tiene tiempo para reflexionar, para contrastar e incluso sufrir un síndrome de Stendhal. No cabe duda de que Celeste Dalla Porta es en sí misma algo digno de contemplación, como si el Mediterráneo fuera persona. Serena, salvaje, sensual y enigmática. Pero no deja de ser eso, una pieza de museo, una escultura clásica donde perder la mirada, una joya que hipnotiza sí, pero que más allá de ello no consigue trascender. Si pensamos un poco al respecto, por más que el film esté lleno de momentos, de escenas y frases cuya presunción es la de crear una memoria al final, no queda nada verdaderamente relevante que recordar. Sí, puede que sea, como se dice en el film un estudio antropológico sin tener ni idea de qué es la antropología. Una idea que en la cabeza del director sonaba espectacular, pero que en su plasmación acaba siendo poco más que un ejercicio inane de presunción academicista.
La sensación constante es la de estar ante lo que podría ser una película realizada por un fan de Sorrentino, alguien que vive su cine con la misma pasión que los aficionados del Napoli que vemos en la cinta. Quizás esa última escena es el resumen perfecto de todo: ‹tifosi› en un bus celebrando su pasión de manera irracional. Una manada descontrolada y emotiva. Pura pasión. Y no, no hay nada malo en ello ‹per se›. El problema radica en la contradicción, en la voluntad de querer vestir dicho sentimiento bajo la capa de la complejidad, como el tesoro de San Gennaro, todo esplendor, todo oropel, todo misterio pero que no deja de ser mero ornamento cuyo valor es el que le ponemos a través de la expectativa y no en sí mismo.
Curiosamente Parthenope parece ser como un reverso de La gran belleza. Y no tanto por la contraposición Roma/Nápoles, sino más bien por cómo, desde similares planteamientos, se llega a lugares tan opuestos. La gran belleza era la historia de un Imperio Romano que nunca cayó porque no sabe que aún está cayendo. Parthenope es la engolada e indigesta osadía de pretender hacer un retrato de algo que no existe. Lo decía Jep Gambardella: «Los demacrados, caprichosos destellos de belleza…bla, bla, bla». Y remataba: «en el fondo, es sólo un truco» y eso es exactamente lo que hace Sorrentino en su película, ser el truco “gambardelliano” en forma de onanismo napolitano al servicio de sí mismo. Pura imagen, puro vacío.