La guitarra flamenca de Yerai Cortés arranca con el extracto de una de las canciones del que a partir de ese momento será, por un motivo u otro, protagonista del film: en esa secuencia de apenas un minuto se puede concebir ya que tras ella no se encuentra una figura cualquiera, y es que Antón Álvarez —célebre por su faceta como productor musical, que desempeña con el apodo de C. Tangana (también conocido como “el madrileño”)— demuestra ya desde los primeros instantes, y como no podría ser de otro modo, un mimo especial en todo aquello que atañe al sonido y su diseño. La guitarra y la percusión retumban con un poderío y una fuerza que esgrimen uno de los motivos centrales del documental, la música, otorgando así otra dimensión a lo que compone el mundo de Yerai Cortés y a través del que dota sentido a su propio relato, a su historia y a todo aquello que le conecta con las personas que han dado sentido a su periplo vital.
La parte creativa, pues, queda conectada con lo familiar, proyectándose en los recovecos más íntimos de la crónica impulsada por Álvarez, y buscando cierta lejanía en torno a un proceso que se ve reflejado desde el propio trayecto de Yerai Cortés. De este modo, el film que nos ocupa se evade de lo adherido al desarrollo creativo en su vertiente más técnica, y se propulsa sobre lo personal. No hay lugar para la composición, los arreglos o los momentos de bloqueo e inspiración. Todo ello está ya construido y de lo que trata Antón Álvarez es de darle forma desde los lugares más íntimos de la historia de su protagonista, ya sea a través de testimonios, búsquedas o incluso instantes que escudriñan el pasado, cada pequeño conflicto, en aras de enriquecer una narración que siempre se encarga de dotar de un sentido específico a aquello en lo que ha trabajado Cortés, a lo que ha podido otorgar los motivos adecuados a su obra. Es esa la causa por la cual La guitarra flamenca de Yerai Cortés alcanza una dimensión distinta no dejando de ser un film sobre ese proceso, pero trasladado en cada momento sobre un marco afectivo específico que logra dilucidar las razones de su representación.
Con ello, Álvarez no solo capta toda la parte emocional de una historia a la que sabe conferir el calado necesario, sino que además refleja las vicisitudes de un universo cuya liturgia va más lejos de lo imaginable. Un hecho que se presenta las veces a través de la dualidad del personaje central, dando a entender una esencia irrenunciable que, sin embargo, él busca trasladar a otros espacios, y a la que aunque no se le saque todo el provecho que se podría prever (ya desde la introducción realizada por el mismo Antón Álvarez donde afirma que los modernos trataban a Cortés de moderno, y los gitanos de gitano), otorga capas mediante las que complementar esa visión repleta de autenticidad.
Estamos, en definitiva, ante una propuesta que maneja a la perfección los espacios desde los que otorgar un ‹corpus› definido y concreto a la obra presentada, a la vez que escudriña esos rincones y matices familiares que descubren el sentimiento que queda tras todo ello. No siempre fácil de penetrar, e incluso en ocasiones no tan accesible como parece indicar su lado emocional, quizá puesto que no termina adquiriendo la desnudez deseada, La guitarra flamenca de Yerai Cortés aprovecha, no obstante, la fuerza torrencial de sus imágenes y puesta en escena para componer una de esas piezas poco comunes desde la que continuar explorando ese vínculo entre el arte y un componente afectivo que se despliega con la tenacidad necesaria como para no estar solamente ante un artefacto para el lucimiento de su autor.
Larga vida a la nueva carne.