De entre todos los elementos que podrían haber conformado el plano de apertura de El último Elvis, son un conjunto de escalones los que nos invitan a descubrir quién se encuentra tras la cortina del pequeño salón de conciertos en el que arranca la historia. Este elemento arquitectónico supone una perfecta analogía con la trayectoria del imitador del proclamado «Rey del Rock» que protagoniza esta ópera prima de Armando Bo; un hombre en la cuarentena cuya pasión —y obsesión— le supone un camino escarpado y arduo como la más pendiente de las escaleras, repleto de sacrificio, rechazo y la exigencia de un esfuerzo permanente.
Resulta harto complicado no caer en las redes del rechoncho antihéroe protagonista que, más que imitar, termina absorbiendo y suplantando, en su locura, la identidad de la estrella de Memphis. El patetismo que rodea la vida de Carlos —así se llama nuestro Elvis— consigue desprender un aura enternecedora al ver a través de sus ojos la mirada inocente e ilusionada de aquel niño que se ataba la sudadera al cuello y soñaba con ser Superman. Esta dicotomía entre lo lamentable y lo tierno; entre la más dura realidad y el delirio del loco soñador, es una constante en el filme perfectamente trasladada al campo narrativo.
El día a día de Carlos es mohíno, silencioso, funesto. Durante su rutina, la cámara acompaña con una sobriedad inusitada, cuasi documental, a un personaje que no deja de ser un pez fuera del agua, nadando contracorriente en una ciudad gris mientras sortea los abruptos obstáculos que sus obligaciones como adulto le imponen de un modo u otro. Es durante estos segmentos de la cinta donde queda más patente el cariz de drama que sienta la base genérica de El último Elvis. Afortunadamente, la cinta posee ese tono agridulce, que parece haberse convertido en una suerte de sello marca de la casa de los realizadores argentinos, y que convierte al filme en una experiencia que se aleja de lo pesaroso e invita a acompañar a nuestro Elvis con una sonrisa cómplice e indulgente.
Junto al aporte de calidez que confiere el tono, la dualidad de la película se transmite en imágenes cuando Carlos se arregla sus patillas, se embute en su estrambótico traje y se convierte en el mismísimo Elvis Presley. Es entonces cuando se abandona la austeridad audiovisual y el color, la luz, y una belleza inesperada inundan la pantalla. Es en estos momentos cuando la técnica se pone al servicio de la magia, da un giro y sitúa al espectador en el punto de vista del aspirante a estrella trasnochada, alejándole de la realidad, dándole un respiro y, por qué no, haciéndole soñar y evadiéndole de la otra vida —la gris— que no debería estar ahí.
Aunque formalmente el trabajo del director primerizo Armando Bo sea impecable y esté brillantemente enfocado, El último Elvis es un barco capitaneado, sin lugar a dudas, por John McInerny. El arquitecto e imitador de Elvis en la vida real reconvertido en actor —reemplazando al mismísimo Ricardo Darín— convierte la película en su «tour de force» particular, erizando el vello al más pintado en sus interpretaciones musicales —maravillosa la interpretación de Unchained Melody—, y dotando de un encanto especial a ese Carlos entre lo perturbado y lo naíf que queda una vez se despoja de su atuendo del Rey.
El último Elvis es un filme de contrastes. La historia de obsesión, demencia, sueños, y la inevitable bofetada de realidad que envuelve al antihéroe protagonista no deja indiferente, y remueve el corazón llevándolo a extremos; de la pena a la sonrisa, de la pesadumbre a la esperanza, y lo hace con una suavidad, un estilo y una factura envidiables e inesperadas para tratarse de una opera prima. El conjunto es, cuanto menos, maravilloso; pero tan sólo por la interpretación de McInerny, por la extraña belleza de sus últimos compases, y por un clímax fantástico que no dejará indiferente a nadie, el debut de Bo se ha convertido automáticamente en una de las mejores cintas estrenadas en lo que va de año.