Los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu volvieron a Gijón a presentar su última película, tras clausurar el certamen años atrás con su musical urbano Tralala. Si la combinación genérica probada en este mencionado proyecto no acababa de mostrar la frescura de su cine, sí es con La historia de Jim con la que los cineastas vuelven al melodrama agradable afable que ha caracterizado su estilo, especie de híbrido entre la comedia romántica de manual con unas connotaciones dramáticas que envuelven a sus personajes, no sin cierto enredo argumental, en cierto torbellino emocional. Esto es lo que le ocurre al protagonista de su última película, Aymeric (Karim Leklou), quien se encuentra atrapado en un conflicto paternofilial cuando un reencuentro con una antigua compañero de trabajo, ahora embarazada, confluye en el inicio de una relación en la que Aymeric se hará cargo de la representación paternal del niño, rechazado por su padre biológico. Cuando este vuelva a entrar en escena, se inicia una especie de pugna con el oficio de la paternidad como centro de ebullición, siempre bajo el semblante de amarga comedia que tan bien se le da a los Larrieu.
Basada en una novela escrita por Pierric Bailly, La historia de Jim pelea por ser una película que muestra una constante sensibilidad enfatizada en su protagonista, un hombre esculpido a base de reveses emocionales pero cuya bondad traspasa toda frontera cuando decide ser el padre del hijo de su actual pareja; esta decisión le hará ser partícipe de un entramado con diversos reveses emocionales, que los Larrieu aprovechan para mostrar una serie de capas en las que la película contrae ciertos formalismos tonales que van desde la comicidad ligera hasta el debate moral, cuando este análisis de la verdadera paternidad alcance su cénit en un último acto en el que los roles principales (Aymeric como padre y Jim, el niño) tengan que ajustar cuentas acerca de los hechos del pasado. Una de las diatribas más interesantes de la película es que, aunque se pudiera llegar a pensar por el título que nos encontramos ante un camino argumental centrado en Jim, lo cierto es que se aprovecha de cierto ahínco coral por dar profundidad, trasfondo y recorrido en su arco a varios de los personajes principales. Pequeños dramas imbuidos por cierto tratado de la cotidianidad, en el que Aymeric supone el hilo conductor a través de una paternidad que irá dando tumbos a medida que avancen los acontecimientos.
El tono agradable con el que los Larrieu trazan la historia se siente como el óptimo para dar a conocer la problemática de su tema para todo tipo de públicos, aunque pueda asemejarse algo insuficiente para aportar ciertas capas poliédricas a unos personajes que no acaban de alcanzar el poso dramático de la historia que nos quiere exponer. Esto no debe entenderse por el lector como un punto negativo hacia la película, ya que conociendo la filmografía previa de sus autores es completamente comprensible que el esfuerzo creativo se dirija a hacer una película con querencia hacia la fórmula y en un tono agradable para el espectador. El intérprete Karim Leklou (reciente y flamante protagonista de Vincent debe morir) se compromete con la película a la hora de escupir la amalgama tonal que radica en su personaje, un hombre a la deriva que encuentra cierta redención en una paternidad que le provoca una serie de dilemas y virajes vitales. A este respecto es donde la película alcanza cierta complejidad, con una construcción identificativa que se edifica con el mimo hacia el dibujo de una paternidad completamente inesperada; el conflicto que se da ante la aparición del padre biológico, es lo que convierte la historia de Aymeric en una especie de camino de redención, en el que se sucede un salto temporal en el que los personajes principales deben asumir su propia evolución.
Con un recorrido narrativo que aborda dos décadas, los hermanos Larrieu abordan con delicadeza la complejidad que pudiera suponer seguir a varios personajes y sus consecuentes progresos a lo largo de tantos años; es por ello que la historia cala de forma muy directa en el espectador que añora el tratado formal de historias cotidianas, en el que las reflexiones y los dilemas del propio crecimiento (físico y espiritual) pueden tener su eco a través de los tiempos. Con una ambientación que se ubica mayoritariamente en el medio de la campiña francesa, algo que promueve la agitación psicológica de unos personajes ajenos a los estímulos externos del día a día, la cinta se siente como una historia de poso realista y que trata la exploración emocional con una finura más que necesaria.