Una de las cosas que más pesan en el día a día de estos años es lo largo que se nos está haciendo el fin del capitalismo. A este ritmo, hay más posibilidades de que se termine la vida en el planeta que el capitalismo. Solo hace falta ver la cantidad de gente que tiene que seguir yendo a trabajar pese a estar experimentando el fin del mundo (a pequeña escala). Si a eso sumamos el imperialismo que mantiene vivo este sistema aparentemente en sus últimos estertores y un ansia por aupar de nuevo el fascismo para poder acallar las voces y las imágenes que denuncian los diversos genocidios que están siendo documentados actualmente, cuesta pensar que estamos mejor que nunca. Sería suficiente con preguntar a las víctimas, si es que siguen vivas.
Quizás por eso el portugués João Salaviza y la brasileña Renée Nader Messora optaron por rodar La flor del Burití prácticamente como un documental, aunque no lo sea. Por su gran valor testimonial, que corresponde a una coyuntura concreta pero que arrastra toda una vida repleta de horrores, sometimientos, maltrato y odio. Primero con los europeos que atracaron en América, en el caso del pueblo indígena brasileño retratado por los directores de la película, que viven en el corazón de la selva brasileña como un pueblo obligado a recurrir a nuevas formas de resistencia cada vez, luego con los mercaderes, empresarios y así hasta nuestros días (colonialismo y resistencia indígena con otros nombres según la Historia).
El carácter testimonial de La flor del Burití no es solo el de un pueblo masacrado que intenta sobrevivir y preservar su forma de vida. Es, además, la demostración de que otro presente es posible, más allá del ansia por crecer en términos económicos como razón y justificación de todo. La película reivindica la memoria como cultura, la comunidad como familia y la conservación de la naturaleza, aunque estos principios no se ajusten a nuestras expectativas o deseos. Y más si centramos todos los razonamientos posteriores que han llevado hasta aquí a que una persona un día dijo que “eso es mío”, pensó que lo más importante en esta vida es “la familia” y posteriormente inventó el Excel para que no se pudiera pensar en el sentido de la vida ni pasar demasiado tiempo con la familia.
Pero centrémonos: La flor del Burití no es una película ‹new age›, no pretende que abracemos la forma de vida del pueblo protagonista, ni que la añoremos desde nuestra posición privilegiada, sino como algo con derecho a existir. Se presenta como una crítica a un sistema global que prioriza el crecimiento económico a costa de otras realidades y de la supervivencia misma de nuestro planeta. En este caso, abordando la amenaza al Cerrado, una amplia ecorregión de sabana tropical de Brasil. En este sentido, también funciona como un estudio antropológico profundo, a pesar del escaso contexto que se da sobre los personajes y el momento histórico. Por eso, es de destacar la forma en que retrata la vida de la tribu Krahô, mezclando pasado y presente de una manera muy interesante a través de los ojos de una niña y sus pisadas, que observa y siente el peso de la historia de su comunidad y todas las nuevas amenazas.
Cruda y al mismo tiempo mesurada, la película evoca, tanto terrenal como espiritualmente, los esfuerzos del pueblo Krahô por prevalecer mientras los intentan exterminar. A esta recreación ayuda que Messora y Salaviza rueden en película de 16 mm para honrar las películas etnográficas de Jean Rouch (uno de los fundadores del ‹Cinema verité›) y porque, dicen, la película es más resistente al calor, la humedad y el polvo. El uso de este formato no solo aporta una textura visual única, sino que también subraya el vínculo entre la cinematografía y la memoria de las comunidades retratadas. Así, la yuxtaposición de la existencia cotidiana/cosmología en los pueblos Krahô con el peso del entorno amenazante (el social, el personal, el geográfico y el histórico) encuentra una solución inteligente en los vagabundeos del espíritu de la joven casi protagonista, que permiten recreaciones muy potentes de un pasado turbulento y también con una buena mezcla de fantasía. La parte final, con el viaje a Brasilia, le da a la película una urgencia propia de su tiempo que se cierra con una secuencia final que reinicia la película estableciendo un vínculo en cierto modo íntimo con los protagonistas.
Si al inicio de La flor del Burití me acordaba de El abrazo de la serpiente (2015) y pensaba en la frase «el conocimiento es para todos», me da la impresión de que, en unos años, tal vez viendo otra película, recordaré la frase «en la ciudad no puedo soñar» que nos desarma aquí.