¡Ay, mi madre! (Sam Taylor)

A pesar que en estos últimos años han sido las figuras de Charles Chaplin y Buster Keaton las que han mantenido con vida la llama de la popularidad del cine mudo, no sería justo olvidar al que para un servidor es sin duda uno de los iconos del cine comercial y urbano producido en el fabuloso cine silente estadounidense de los años veinte. Me refiero, como habrán adivinado, al genial Harold Lloyd. Y es que, si bien es cierto que el cine de Lloyd no goza de ese tono crítico que ostentan las películas de Chaplin, ni tampoco la poesía derrotista que conservan las de Keaton, resulta indiscutible que sus obras más populares han envejecido maravillosamente manteniéndose en todo momento frescas, atractivas y muy simpáticas pese a los más de cien años que han pasado desde que fueron moldeadas por las mentes de esos pioneros de Hollywood.

Tras una prolífica carrera en el mundo del cortometraje, Lloyd dio el paso al largo durante los años veinte produciendo una serie de filmes protagonizados por una figura que convertiría en su seña de identidad: la de un tímido hombre bastante patoso e ingenuo vestido con unas llamativas gafas negras de pasta que terminará inmerso en una compleja trama persiguiendo un amor en principio imposible. En medio de estos románticos argumentos Lloyd insertaba, para ornamentar sus relatos, unas fantásticas escenas de marcado sentido físico donde daba muestras de sus aptitudes de atleta sorteando todo tipo de obstáculos en las alturas de los rascacielos de Nueva York, o esquivando los volantazos de unos delirantes vehículos zambullidos en frenéticas persecuciones.

De entre los magníficos filmes que adornan la filmografía del maestro, uno de los que más me gustan es este ¡Ay, mi madre!, cinta que se convirtió en una de las más taquilleras de la historia del cine mudo de la época y de la que parece Lloyd acabó renegando no contento con los resultados artísticos obtenidos. Muy exigente nuestro “tenorio tímido”, porque ¡Ay, mi madre! es una de esas cintas desternillantes, alegres e hilarantes que yo recomendaría a cualquier espectador que se encuentre en estado depresivo o triste, puesto que no me cabe duda que al finalizar su visionado seguramente habrá recuperado en parte las ganas de vivir.

En ¡Ay mi madre! Lloyd contó con buena parte de su equipo de confianza, siendo sobre todo reseñable la presencia en la silla de director del autor que mejor supo captar la esencia del humor del americano: el hoy olvidado y muy reivindicable Sam Taylor. Esto resulta un punto muy positivo, pues el dominio narrativo que ostentaba Taylor confiere a la cinta esa pulcritud y elegancia inherente en su forma de entender el cine. Una perfección técnica combinada con un ritmo trepidante fundamentado en la irrupción de numerosos y fantásticos gags muy físicos, de modo que, en un abrir y cerrar de ojos, acontecerán sin que exista hueco para el respiro o el aburrimiento una multitud de contratiempos y accidentes que empaparán el relato trazado de un humor desternillante.

Como en las buenas películas de Lloyd la trama contará con muy pocos, innominados (siempre identificados con una profesión o aptitud en lugar de con un nombre definido) y delimitados personajes. Un hecho que ayudará a empatizar, o generar rechazo, al espectador en función de la silueta con la que será pintado el contorno de cada uno de ellos. Así, la película arrancará informando de la existencia de dos distritos en una gran ciudad —claramente uniformada con el rostro del Nueva York que tanto amó el actor nacido en Nebraska— de rasgos divergentes: el barrio alto habitado por la alta burguesía y ricachones sin escrúpulos, y el barrio bajo morado por las clases más humildes y de buen corazón, pero también por toda una galería de gánsteres y malhechores.

En medio de esta dualidad, en ese distrito más marginal habita un predicador preocupado por proveer, con la ayuda de su bella y bondadosa hija, de alimentos y caridad cristiana a los más necesitados. Mientras en el sector alto de la urbe reside un pijo y adinerado heredero (interpretado por el protagonista de Cinemanía en un papel en principio menos amable de los que interpretó a lo largo de su carrera) que malgasta su fortuna sin preocuparse por los demás.

La película despegará con una fuerza inusitada, a través de una espléndida secuencia filmada en exteriores donde observaremos como el lujoso coche que conduce el chofer del personaje de Lloyd (un hombre negro que resalta la preocupación de la estrella del cine mudo por incluir actores afroamericanos con asiduidad en sus filmes, habitualmente sombreados con un talante muy campechano y para nada caricaturesco) chocará con una furgoneta de reparto de enseres al tratar de esquivar un gato que se encontraba en medio de la carretera. Lejos de agitarse por el accidente, el ricachón saldrá del auto con una actitud muy prepotente hacia un concesionario de automóviles para adquirir una nueva pieza para su colección de cuatro ruedas.

La radiografía de este antipático personaje se irá forjando a través de diferentes gags de tono muy físico. Así, a continuación tendrá lugar una secuencia de persecución protagonizada por el vehículo recién adquirido por el personaje de Lloyd, quien tratará de aplacar un robo. Este capítulo permitirá insertar escenas de alto voltaje como esa magnífica y arriesgada secuencia en la que un tren destruirá el automóvil adquirido por Lloyd originando asimismo más de una carcajada a través de la observación de la mala suerte que persigue al adinerado protagonista.

En este sentido, la obra avanzará a través de pequeños episodios humorísticos hasta que, por una metedura de pata de nuestro antihéroe, éste cruzará su camino con los humildes benefactores del barrio bajo, enamorándose de la hija del benevolente misionero, dando lugar así a una disparatada y a la vez divertida historia de enredos y malentendidos románticos. Este enamoramiento culminará con la petición de la mano de la hija del canónigo, punto que inducirá a los pijos amigos del protagonista a secuestrarle para intentar convencer a su compañero que detenga sus planes nupciales. Pero, con la ayuda de los joviales gánsteres reinsertados por la acción solidaria del padre de la novia, Lloyd escapará de su cautiverio con dirección a una ceremonia cuya celebración peligra por la ausencia del novio.

Esta sencilla premisa servirá para urdir una película apasionante y arrebatada, que en tan solo cincuenta minutos de duración ofrecerá toda una lección de oficio y arte cinematográfico. De este modo, partiendo de la típica historia que señala la dicotomía existente los pijos adinerados y los pobres que luchan por salir de la miseria que les rodea, el dúo Taylor-Lloyd supo edificar una película moderna, y muy urbana, desarrollada a través de pequeños eventos humorísticos que vertebrarán un juguete con mucho sentido crítico y una envoltura eminentemente romántica.

Son innumerables las situaciones cómicas que merecen ser resaltadas a lo largo del film. Pero me quedo sin duda con dos de ellas. La primera el incidente en el que un Lloyd, consciente de la falta de feligreses que acuden a la misión, decidirá acudir por su cuenta y riesgo a los billares del barrio para atraer hacia la morada de su amada a los criminales y ladrones que habitan el barrio. Sin duda una escena maravillosa forjada a través de los estereotipos de la comedia de situación donde los golpes, carreras y persecuciones en plena calle harán explotar las carcajadas del espectador con total naturalidad. La segunda, sin duda de las escenas más ingeniosas de la carrera de Lloyd, se alza como aquella en la que el protagonista será rescatado de su cautiverio por sus amigos gánsteres en la zona alta de la ciudad, arrancando con el arribo de los ladrones al lujoso edificio donde se halla secuestrado Lloyd, quienes acabarán huyendo por las calles de la ciudad sorteando todo tipo de obstáculos de un modo ciertamente surrealista, y culminando con la habitual secuencia de persecuciones frenéticas en automóvil, en este caso a bordo de un tambaleante autobús, que parece va a llevarse por delante a todo bicho viviente.

Todo lo comentado convierte a esta magnífica película en una de las imprescindibles del cine mudo cómico americano, a la que suelo acudir cuando necesito un chute de energía positiva y de buen rollo.

Publicada originalmente en el blog Los clásicos de la Literatura, cine y música, relacionados

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