Comúnmente, la memoria ha sido empleada como reducto nostálgico, pero más allá de todo ello está también esa mirada desde la que reflejar a través de lo vivido y recordado aquello que nos moldea como seres, que despliega un mosaico en el que verter tanto nuestras fortalezas como las debilidades consumadas a raíz de un pasado o una experiencia traumática, haciéndonos volver sobre nuestros pasos para poder vencer lo que en ocasiones nos atenaza, enciende nuestros miedos más internos, y los aviva desde una sinrazón que se proyecta en conflictos que escapan a nuestro conocimiento, que es imposible tratar de comprender.
Juan Albarracín nos presenta en su debut, en forma de largometraje independiente, a Abel, un arquitecto que se encuentra confinado en un solo espacio, una casa a las afueras que comparte con su perro y que es el único que ha conocido de un tiempo a esa parte debido a una agorafobia que no le permite prácticamente ni salir al jardín. En ese trauma, vinculado como comentaba a una experiencia pasada, el cineasta realiza una exploración que se detiene en los vaivenes psicológicos de la cuestión: en cómo afecta a su relación con su pareja, a un marco laboral que cada vez está más atenazado por la particular situación que vive el protagonista, y en lo que supondrá la pérdida de su can, único contacto afectivo, por así decirlo, de Abel en su día a día, cuya desaparición devendrá en un nuevo y angosto estado que afrontar, el de una soledad que vendrá acompañada por las promesas de José, el individuo que accidentalmente atropelló al perro, acerca de una terapia experimental que le permitirá afrontar el trastorno que padece.
Será a partir de entonces cuando aquello que parecía ir a desplegarse en un plano enteramente psicológico, desarrollará los visos de un thriller (sin abandonar del todo esa veta psicológica) que a fin de cuentas se cimienta sobre terreno conocido, dando pie a una relación que irá añadiendo matices y manifestando una degradación (como era de prever, cabe decir) más turbulenta y malsana a cada minuto que pasa, dando al traste con una suerte de juego de sumisión que Albarracín presenta y expone a lo largo de los distintos episodios que forman la cinta. Es en ese ámbito donde el cineasta no solo emplea con habilidad los fragmentos de una especie de metraje encontrado que van trazando (a la par que otorgan forma) dicho tratamiento experimental, sino también revela los resquicios de esa memoria (igualmente a través de un soporte visual de lo más sugerente), que bien podría ser una de las causas que atenaza al protagonista.
Puede que, tras esa construcción y dichas imágenes, aquello que desenvuelva el realizador no sea sino un thriller prototípico en el que las reticencias se tornen voluntad propia, y el progreso remita a una desazón, poco a poco medrando en desconfianza, pero lo cierto es que tanto el dispositivo formal aplicado por el debutante como la labor actoral —y es que cabe destacar el rol de Javier Pereira así como la muy notable aportación de Fernando Cayo en la piel de ese extraño personaje que logrará establecerse en la rutina de Abel y tomar el control— logran dotar de una solidez inusitada al conjunto.
El instinto no requiere, en ese sentido, de subterfugios o giros inesperados, y la incertidumbre de lo planteado unido a una perturbadora puesta en escena de algunos de los tropos a los que da cabida Albarracín, son más que suficientes como para que todo funcione como debería. Sí, es innegable que hemos asistido a ese enfrentamiento psicológico en no pocas ocasiones, e incluso que resulta fácil atisbar las intenciones del personaje interpretado por Cayo —de hecho, el cineasta las dilucida paulatinamente, dando pie a alguna que otra escena que fomenta las sospechas de Abel y del propio espectador—, pero tanto como que nos encontramos ante una pieza concebida con convicción, que sabe exactamente dónde poner el acento y que sale airosa, en parte, por ese motivo. Todo ello revestido de un aparato formal que no concibe dudas de ningún tipo y tiene claro cómo desarrollar cada vertiente de ese thriller, y acompañado de una firmeza indisoluble en el plano interpretativo, hacen de El instinto una obra muy a tener en cuenta en tanto establece un diálogo de lo más sugestivo con los elementos del género construyendo asimismo un espacio donde fomentar con personalidad otros aspectos que enriquecen, más si cabe, su condición.
Larga vida a la nueva carne.