Entre escombros
Steve McQueen ha decidido abrazar el clasicismo en su nueva película. Al fin y cabo, lo que narra en Blitz, que así se llama la cinta, no es sino la epopeya de un niño que intenta volver a casa; es decir, una traslación de la Odisea de Homero al Londres que, a principios de los años cuarenta del siglo pasado, estaba siendo bombardeado por los nazis. El viaje de regreso al hogar es, por tanto, el motor de una película de formas marcadamente transparentes que permiten que las imágenes, carentes de cualquier tipo de escollo manierista, fluyan con facilidad durante dos horas cargadas de asesinatos inesperados, edificios en llamas, miradas perdidas entre escombros, y dolor, mucho dolor. La gramática fílmica que el responsable de 12 años de esclavitud traza sobre la pantalla está despojada de pomposidades visuales, pero también de cualquier gesto moderno que pueda sugerir, aunque sea con sutileza, el carácter ficticio de los protagonistas, desesperadas criaturas que intentan estar juntas porque los ecos de la muerte devoran la música de su cotidianeidad, anunciando la posible proximidad del final. Es precisamente el peso de la certeza de esa muerte el que ensambla cada plano y el que consigue, con su presencia constante, pero inasible —y, por ello, angustiante—, que determinadas escenas alcancen un vuelo emocional capaz de conmover mínimamente.
Despedidas en una estación de tren hay muchas en la historia del cine, y aunque la que cierra el primer acto de Blitz no será recordada dentro de diez años por su original planteamiento escénico o su calado discursivo, al menos se le debe reconocer su capacidad para sortear los alambres del cliché y para conmover a los espectadores, gracias, en gran medida, a la atmósfera trágica que envuelve sus imágenes. La separación entre una madre y su hijo supone una doble tragedia: por un lado, porque el pequeño queda expuesto a los comportamientos racistas de un mundo hostil; y, por otro, porque las posibilidades de que se reencuentren se reducen con cada minuto que pasa. Las noches son pozos quemados de incertidumbre, las bombas arrasan con barrios enteros, los refugios son escasos y la población queda expuesta al peligro. En cualquier momento, la madre y el abuelo del protagonista pueden morir, y, por eso, porque él quiere estar con ellos en el caso de que algo les suceda, salta del tren que le lleva a las afueras de la ciudad junto con otros niños.
A partir de ese momento, McQueen traza un viaje iniciático cuyas pretendidas dimensiones descomunales padecen de un rígido estructuralismo que enclaustra parte del recorrido emocional del protagonista dentro de un esquema capitular cuya constante repetición de unos mismos gestos dramáticos no deja al descubierto sino sus propios mecanismos narrativos. El niño al que brillantemente interpreta Elliott Heffernan bien podría ser un Lazarillo de Tormes del siglo pasado que intenta sobrevivir en una ciudad definida por el horror de la guerra y el caos de sus escombros. En su constante ir y venir, el pequeño conocerá lo mejor y lo peor del mundo, y, en consecuencia, se verá forzado a madurar de golpe al sufrir los comportamientos de detestables racistas, al entrar en contacto con bandas de ladrones que no dudan en explotar a los más débiles para enriquecerse con el dolor de las víctimas de los bombardeos, al sufrir la hipocresía de personas que esconden bajo la candidez de su mirada unos códigos éticos torcidos y, en general, al perderse dentro de una ciudadanía desesperada que intenta mantenerse con vida pese al abandono del Estado.
Es justamente el carácter ‹bigger tan life› de la película el que la hace desfallecer, puesto que, a partir de la primera hora de metraje, el espectador toma conciencia del funcionamiento de su esqueleto narrativo, lo que neutraliza cualquier atisbo de tensión que el director intenta generar. La mecanización del viaje del niño provoca una asepsia emocional que rima, en gran medida, con la ausencia de ideas discursivas de la cinta. Paradójicamente, los mejores momentos son aquellos en los que el realizador pone en pausa sus ínfulas de grandilocuencia, coloca la cámara frente al rostro de su protagonista, y deja que sea la emoción genuina de su joven actor la que encienda emocionalmente las imágenes. Blitz pierde mucho fuelle, en cambio, cuando McQueen intenta evidenciar su carácter descomunal, cuando prioriza el plano general de la ciudad en llamas —diseñada, todo hay que decirlo, con unos efectos digitales más bien pobres— por encima del primer plano de carácter intimista de sus personajes. La película, en fin, alberga en su interior fulgores de luz que pueden llegar a justificar su visionado, pese a que el conjunto total roza lo banal, lo acartonado, lo ya visto decenas de veces.