La gentrificación como metáfora existencial
A estas alturas del descabalgado siglo XXI, tan colapsados como nos encontramos por el fenómeno global de la transformación integral de las ciudades para convertirlas en reductos inhabitables para la ciudadanía de a pie, cobran especial relevancia propuestas como la de la directora turca Aslı Özge. En Faruk, la película que se titula sin más con el nombre de su protagonista absoluto, su padre, Özge ensaya un simulacro de documental en base a la inminente demolición del edificio de un barrio de Estambul, en el que este hombre casi centenario ha vivido durante muchos años.
Özge, a la que recordamos por su reconocido debut Men on the Bridge (2008), retorna a las calles de la urbe marcada por la encrucijada oriente-occidente para ofrecer un testimonio lúcido e inevitablemente personal, rodado a lo largo de siete años y que participó con notable reconocimiento en la sección Panorama de la Berlinale, sobre las terribles consecuencias de la especulación urbanística sin freno en las comunidades humanas que allí habitan, haciendo especial hincapié en la gente mayor para componer una reflexión socio-existencial de importante calado.
Arranca el film haciendo alarde de su impronta cinematográfica testimonial, con una primera escena en la que la realizadora, fuera de plano, nos muestra la grabación de la presentación de su protagonista, dándole instrucciones sobre la manera de posar frente a un espejo. La potencia expresiva del rostro y el torso desnudo del anciano, recortado sobre el fondo negro de la pantalla de Özge, consigue fijar los ambages de una relación paterno-filial y de un tránsito vital que paradójicamente se irá cimentando a nivel narrativo sobre las ruinas de la edificación que una vez fue su hogar. En esta línea, nos muestra a continuación el trance en el que Faruk recibe la fatídica comunicación de su casera en el salón de su casa, mientras en el televisor dos fieras despedazan a su presa en la sabana africana. La cotidianeidad y el hastío vital del anciano enmarca unas formas en las que se cuelan los miembros de rodaje en la acción de filmar la película. La directora acentúa esa impronta metaficcional de la propuesta con el recurso recurrente al derribo de la cuarta pared, con la introducción de tomas repetidas, con la aparición ante el espectador de las claquetas, cámaras y pértigas, que se mantienen en el montaje. En el relato de las andanzas de su padre, la acción real y el concreto hecho cinematográfico se entrelazan a modo de declaración de intenciones, generando un efecto de distanciamiento, una sensación de incomprensión del progenitor respecto al trabajo de su hija, a la que en todo caso apoya.
Pero sobre todo se impone el sentimiento de desamparo, que alcanza su punto culminante cuando Faruk y sus amigos del barrio conocen de la localización del otro vecino que había transitado muerto en el metro durante horas, sin que nadie reparara en su presencia. El fenómeno social se mimetiza con el personal y específico del film, para reflexionar con amargura sobre el trato terrible a los ancianos en las sociedades contemporáneas. En la siguiente escena, Faruk está de pie, estático, en medio de una calle transitada, y a medida que la cámara se aleja, acompañada por un diseño sonoro de tono amenazante, no podemos evitar pensar si él (o, más bien, su hija) se está preguntando si podría ocurrirle lo mismo.
Entre las múltiples reuniones con el vecindario, o los promotores o constructores implicados, en las que cunde el desánimo, nuestro protagonista visita un posible piso de sustitución. El discurso vacuo y tremebundo del agente inmobiliario consigue fijar la exacta dimensión del canibalismo capitalista que se atrinchera detrás de estos planes de renovación urbana. En consonancia, el relato se impregna de nostalgia con la invasión de la pantalla en primerísimos planos de las postales de su hija desde el extranjero, de las fotos de juventud o de los videos familiares, hasta culminar en la efectiva demolición del edificio ante la mirada de la audiencia, abrumadoramente simbólica del fracaso socio-político.
Y para terminar, a modo de epílogo de poderosa expresividad visual, nos cuenta la directora (y la hija) sobre las vacaciones de su padre en un destino playero, con la potente estampa de Faruk haciendo el muerto en el mar, rodeado de peces, en esa naturaleza azulada y perdida —es la imagen utilizada para promocionar con ironía esta película—. O en ese otro virtuoso plano de la calle mojada en la urbe, espejo de los pasos acelerados de los transeúntes enfermos de indiferencia y aceleración, testimonio final de un relato demoledor.
«El Cine es más hermoso que la vida.»