La propensión cada vez mayor a un horror que tiende a priorizar la disertación como punto articular del mismo, o a abordar tanto el cariz social como el político del contexto en el que se desarrolla, ha hecho del cine de género una extensión mucho más voluble, a la par que desatiende cuestiones esenciales como la constitución de un ‹lore›, de un imaginario propio desde el que poder glosar una esencia que defina, cuanto menos, la naturaleza de ese horror. Así, no solo el cine de género ha empezado a constituir un mero vehículo, incluso un puro pretexto para determinados autores, obviando su esencia, sino que además ha empezado a desdibujar aquellas constantes que le otorgaban una dimensionalidad distinta.
Quizá es por ello que encontrar piezas como esta Azrael que nos ocupa se siente como un soplo de aire fresco cuando en realidad no debería serlo; y no tanto por tejer un horror que no sirve como coartada sino más bien como motor, sino por dar forma a un particular microcosmos que es sin duda uno de los rasgos que aportan un carácter diferencial al film. Sí, puede que no estemos ante nada novedoso: su desempeño por escenarios que bien podrían ser post-apocalípticos —ese vagar por bosques eternos donde, de tanto en tanto, aparece alguna construcción derruida, el desolado campamento que habitan los villanos…— no deja de ser una extensión conocida dentro de su universo demoníaco, ese culto que persigue a la protagonista no supone una gran variación respecto a otros títulos —aunque el aspecto de ‹redneck› desamparado y violento de sus miembros conecta a la perfección con la aspereza de esos parajes— e incluso esa especie de diablos que rondan por la zona podrían estar sustraídos fácilmente de cualquier obra que colinde con el ‹mondo zombie› —si bien cabe destacar que su diseño es de lo más resultón y efectivo—; pero por otro lado, todo está integrado con una notable destreza hasta el punto de que su condición de ‹survival movie› se vea consolidada por esa ambientación, así como por las reglas internas de un mundo que hace del silencio una poderosa virtud; cierto, puede que haya detalles que se sientan aleatorios o un tanto caprichosos, pero al mismo tiempo esto refuerza la sensación de incertidumbre, de absoluto desamparo en un lugar del que solo quedan los restos.
E.L. Katz, al que conocimos por su fabulosa inmersión en la comedia negra con Cheap Thrills (de cuyo título español prefiero no acordarme), para después sumergirse en el algoritmo “netflixiano” más intrascendente con Pequeños delitos, ejecuta una propuesta que ante todo se deja llevar por su naturaleza ‹survival›, y en la que se percibe en más de una ocasión la mano de Simon Barrett como guionista —como en esa secuencia espoleada por el tema Run Away de International Music System, que bien podría recordar a uno de los mejores momentos de Tú eres el siguiente—, hecho que favorece el ensamblaje de esa suerte de ‹tour de force› al que se verá arrastrado una Samara Weaving que ejerce como complemento perfecto del film, como si de una ‹final girl› deudora de las Sharni Vinson o Maika Monroe en Tú eres el siguiente y The Guest se tratara.
Azrael, consciente de su condición, aprovecha al máximo sus bazas: no hay necesidad alguna de otorgar una explicación concisa a las claves que sostienen el universo armado por Barrett, y así lo certifica su tratamiento mudo, que despoja al film de ciertas concesiones que muy probablemente habrían coartado su desempeño; así, nos encontramos en todo momento ante una pieza desprejuiciada puesto que aquello descrito debe ser el espectador quien lo encaje, recomponga y le otorgue sentido. No es que, en ese sentido, nos encontremos ante un complejo puzle ni nada por el estilo, pues todo está articulado para que el microcosmos urdido por Barrett y Katz fluya con facilidad —incluidos los siempre innecesarios y molestos ‹flashback›— y sus esfuerzos se focalicen en la asunción visual del mismo, así como en la composición del tono y ambientación adecuadas. Y quizá ahí radica el gran éxito —sin que ello suponga que estamos ante una propuesta notable ni mucho menos, sí al menos disfrutona y satisfactoria— de Azrael, que con la presencia de una Samara Weaving dispuesta a darlo todo (ninguna novedad, pues sea cual sea la calidad final del producto, la australiana lo deja todo) deriva en uno de esos ejercicios en los que perderse supone, además de una inmersión a pleno pulmón en el mundo planteado, un (terrorífico) divertimento de principio a fin.
Larga vida a la nueva carne.